La pregunta que hago a todas las mujeres indignadas con la filósofa y lo ‘queer’ es sencilla: ¿Reconocen la existencia de estas personas? ¿Las ven? Y si lo hacen, ¿qué proponen exactamente?
Máriam Martínez- Bascuñán, 15.12.2024
La indignación es un parapeto conveniente, una maniobra de distracción que suele impedir el debate. Desde la indignación no hay transacción posible: la transmites como desahogo y para apabullar, con el “¡Ahí te quedas!” despreciativo de los matadores. Estaba también en ese entusiasta “Hemos ganado” que se soltó por X por haber “desterrado” el lenguaje queer en el último congreso del PSOE. Como si fuesen la RAE. ¿Pero qué es eso tan malévolo y demoníaco de lo queer? Hace más de 30 años, Judith Butler publicó El género en disputa, libro donde trataba de dar respuesta al sufrimiento de algunas personas cuando se ven obligadas a ajustarse a unas normas sociales que “anulan su más profunda vivencia de quiénes son o desearían ser”. Para ellas, la necesidad de establecer los términos de una vida digna de ser vivida es algo urgente e importante. Cuando a Catharine MacKinnon se le preguntaba por el sentido de su trabajo, contestaba: “La ley es una herramienta de poder, pero también una herramienta para luchar contra el poder. Trabajo con personas que han sido victimizadas y que quieren resistir: mujeres, gays, personas trans, personas no binarias, prostitutas y víctimas de la pornografía”. Pues bien, la pregunta que hago a todas las mujeres indignadas con Butler y el virus queer es sencilla: ¿Reconocen la existencia de estas personas? ¿Las ven? Y si lo hacen, ¿qué proponen exactamente? ¿Qué hacemos para acompañarlas y protegerlas y crear las condiciones para que desarrollen con dignidad la vida que desean? Si admiten que existen y no les gusta la ley que reconoce sus derechos, ¿qué cambios proponen para mejorarla? Pero la conversación no es posible, pues lo queer o la propia figura de Butler se han convertido en chivos expiatorios para transmitir un clima de indignación. Y donde reina nuestra digna indignación, ¿qué se puede responder?
“¿Qué ven cuando me leen?”, se preguntaba Butler, esa “ínclita filósofa” de “bajeza intelectual” inigualable y con “una falta absoluta de ética y juego limpio”, la bruja de Salem que “falta descaradamente a la verdad” con su “tergiversación repugnante”, como leímos en este periódico. ¿Cómo llegar a algún lugar común si utilizamos el lenguaje de esta manera, despreocupándonos de sus brutales efectos? O quizás sea por eso: no lo hacemos para conversar o persuadir sino para vocear nuestro enfado contra una suerte de mal absoluto que identificamos claramente con una persona. Porque es el lenguaje quien crea enemigos, la retórica que empleamos para transmitir identidad: aquí estamos las verdaderas feministas. Y claro, enfrente solo puede haber traidoras. ¿Dónde quedan el compromiso político, el intercambio de ideas, proyectos y valores? Dicen que algo llamado “ideario queer” defiende los vientres de alquiler, la prostitución, la corrupción de menores, el borrado de las mujeres y mil atrocidades más. Es una construcción fantasmática. Yo misma defiendo los derechos de las personas trans y estoy en contra de los vientres de alquiler. ¿Dónde me sitúa eso, en qué lugar maldito? ¿Qué miedos hay tras ese “ideario queer” que nadie ha escrito ni leído? ¿Cómo explicar una demonización que podría encubrir una ansiedad legítima? Cuando una figura como Butler absorbe tantos temores se convierte en una obsesión pública, el perfecto comodín para que la verdadera conversación no se produzca y nuestros temores pierdan su verdadero nombre. Cuando hacemos circular un fantasma, no hay marcha atrás. Quizá por eso en su último libro, al preguntarse quién teme al género, Butler también nos esté preguntando: ¿Quién me teme a mí?
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