sábado, 7 de diciembre de 2024

PROPUESTAS GASTRONÓMICAS DE TEMPORADA


Muy bueno este artículo sobre las cenas de empresa, pero que podría hablar perfectamente sobre los almuerzos y demás compromisos, algunos ineludibles (o casi, ¡viva la libertad de escoger!), otros menos. Los mejores son siempre las reuniones de amigos que, aunque más o menos continuamos viéndonos durante todo el año, parece que la Navidad es una fecha que se presta más, si cabe, a una reunión para compartir. A los que nos gusta ser anfitriones (desconozco cómo funcionan las otras cabezas), las reuniones con los amigos son siempre una buena ocasión para añadir una gota de felicidad a nuestras azarosas vidas. En mi caso/ casa, por circunstancias obvias, las cenas en el jardín ya no son posibles... Perdido el jardín pero mantenida y ampliada la biblioteca, siempre es difícil estar a la altura de Cicerón. Es una pena que no nos veamos todos, pero parece que los perfumes deben contenerse siempre en frascos pequeños. La mala memoria nos hace (ayuda a) ser más felices, sin duda.
Contra las cenas de empresa
No hay mejor motivación que unas condiciones de trabajo en las que no haya nada que (re)compensar.
María Nicolau, 06.12.2024
https://elpais.com/gastronomia/2024-12-06/contra-las-cenas-de-empresa.html

A estas alturas todos tenemos claro que cualquier propuesta gastronómica que quiera ser tomada en serio debe aspirar a ser sostenible y ceñirse a criterios estrictos de temporada: castañas, setas, uvas y calabazas son de otoño. Habas, espárragos, colmenillas y guisantes, de primavera. Los tomates, las sandías y el pescaíto frito son para el verano. Los dos meses previos a la Navidad son temporada de cenas de empresa.

Las mejores cenas de empresa de mi vida las daba uno de los peores jefes que he conocido. Sus saraos eran memorables. Un año, nos cargó a la treintena de trabajadores de la plantilla en un autocar de lujo y nos descargó en un chalet en un paisaje pirenaico de pesebre a pasar el día esquiando con régimen de todo incluido. Al año siguiente, nos llevó de romería nocturna a través de las discotecas más selectas y despertamos, al albor de la mañana, en un spa urbano ambientado a modo de baños árabes a base de cenefas cinceladas en pladur.

Definitivamente, era el mejor organizando fiestas. Pero de todo el tiempo que pasé en su restaurante como jefa de cocina, nunca conseguí que ninguno de los empleados a mi cargo, ni yo misma, cobrara la nómina el día uno. Lo normal era cobrar el 50% el día cuatro y el 50% restante repartido en cómodas cuotas semanales a lo largo del mes. Eso ya era mejor que las condiciones en las que estaban los proveedores.

Hoy es habitual que las empresas organicen actividades alternativas para recompensar a sus plantillas; de entre ellas, la cena de empresa tiene carácter totémico. Eso pasa, precisamente, porque hay algo que (re)compensar. Juan Julio, un dominicano que trabajaba conmigo en esos tiempos, no venía nunca a estos eventos. Sabiamente decía: “Señorita Maria, trabajo es trabajo”.

Las cenas de empresa son el buey gordo del que habla Richard Lee, profesor de la Universidad de Toronto y eminencia mundial en el ámbito de la antropología, en una de sus conferencias más célebres: Man the Hunter o “El hombre cazador”, que dio en 1966 en la Universidad de Chicago. En ella, ahonda en el significado del intercambio recíproco entre seres humanos que se consideran iguales entre sí.

El antropólogo llevaba meses siguiendo y observando los bosquimanos a través del desierto del Kalahari. Eran un pueblo amable y atento y quiso mostrarles su gratitud ofreciéndoles algo grande que no alterara su dieta normal ni se apartase de su modo de vida. Sabiendo que en invierno los bosquimanos se acercarían a las tribus vecinas para proveerse de carne, se le ocurrió donarles un buey como cena de Navidad. Fue aldea por aldea en busca del ejemplar más grande que pudiera comprar hasta dar con un animal espectacular por su envergadura y por estar cubierto con una gruesa capa de grasa por encima de la carne y de los huesos. Como sucede con muchos pueblos de cazadores recolectores, las presas que capturan son normalmente animales fibrosos, de carne enjuta y correosa. Ese buey gordo sería sin duda un regalo magnífico, pensó Lee.

Al volver al campamento, exultante, reunió a los bosquimanos para darles la buena nueva. Les contó uno a uno la gran sorpresa. El primer hombre se alarmó. Preguntó a Lee dónde había comprado el buey, de qué color era, cuánto medían sus cuernos, y sacudió la cabeza con desdén. “Conozco ese buey”, dijo “¡Sólo es huesos y pellejo! ¡Tienes que haber estado borracho para comprarlo!” Convencido de que su amigo se estaba confundiendo, Lee se lo fue explicando al resto de los bosquimanos, para recibir respuestas semejantes: “¿Has comprado este animal sin ningún valor? Naturalmente, nos lo comeremos”, soltaban, con aire resignado, “pero no nos saciará. Comeremos y nos iremos a casa a dormir con las tripas rugiendo”. Lee no entendía nada.

Llegó Navidad, se sacrificó el buey, y la bestia resultó un ágape verdaderamente espléndido. Hubo carne y grasa más que suficientes para el regocijo de todos. Asombrado, el antropólogo se dirigió a la tribu exigiendo una explicación. “Claro que supimos desde el principio de qué buey estabas hablando y cuán magnífica era su carne”, admitió un bosquimano. “Pero cuando un joven sacrifica mucha carne, llega a creerse alguien importante y considera a los demás como sus servidores o sus inferiores. No podemos aceptar eso”, continuó. “Rechazamos al que se jacta, porque algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. De ahí que siempre hablemos de la carne que aporta como si fuera despreciable. De esta manera ablandamos su corazón y le hacemos amable.” Así transcribe Richard Lee la conversación.

Esta forma de ver los regalos o los banquetes es común entre muchos grupos diferentes de cazadores y recolectores, tribus cuya supervivencia depende directamente del vigor de su entorno natural. Si un miembro de la tribu decide, de repente, capturar más animales y arrancar más plantas de lo normal, podría romper el equilibrio, dejar a sus vecinos con menos bayas y gacelas disponibles, y hacer la vida de sus semejantes peor.

Eso de que la vida humana dependa de la salud y el equilibrio de su entorno natural —sorpresa— también nos atañe a nosotros. Eso es, literalmente, la sostenibilidad ecológica. Luego está la otra sostenibilidad, la financiera, que atañe al hecho evidente de que el dinero que costea la cena de empresa, la actividad de paintball motivacional o el retiro para que los empleados estrechen lazos y fraternicen sale del mismo cajón que guarda el dinero para las nóminas. Juan Julio decía “trabajo es trabajo”. Yo añado: en mi tiempo libre mando yo. No hay mejor motivación que unas condiciones de trabajo en las que no haya nada que (re)compensar. Eso es, justas y limpias, regidas por un contrato entre personas que se consideran iguales entre sí.

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