sábado, 21 de septiembre de 2024

JOKIN

Quienes hemos sufrido bullying, antes llamado simplemente acoso (mejor, antes no llamado de ninguna manera), sabemos de lo que se trata. No puede entenderse desde fuera porque no se conoce, como el mobbing, o acoso laboral, tampoco; no vale saber inglés únicamente. Todos los acosos, empezando por el del compañero de colegio, el proverbial "abusón", a los gordos, cuatro-ojos, mariquitas, patosos, huevones, cojos, petudos, flojos, blancos, negros, verdes, amarillos, gitanos, moros o llámalos X, deben perseguirse sin tregua desde el primer síntoma. Los niños tienen que crecer sintiéndose seguros y felices, no olvidemos que pasan en el colegio muchas horas durante su edad de desarrollo y aprendizaje.
Recuerdo un poster de esos de "autoayuda", que se diría hoy, que decía frases del tipo: "si un niño aprende a sufrir mañana será mejor persona", una revisión laica de las bienaventuranzas, sin duda. Lo malo es que todos los niños no son lo suficientemente fuertes para superarlo.

20 años de un suicidio por acoso escolar: el dolor y la angustia de Jokin no eran cosas de niños
El ‘bullying’ en las escuelas sigue sin recibir una atención prioritaria en España dos décadas después de la muerte del joven de 14 años en Hondarribia.
Mónica Ceberio Belaza, 21.09.2024

Al principio, nadie sabía lo que había pasado. Solo que el niño había desaparecido. Se había esfumado. Recuerdo perfectamente las primeras llamadas, mi madre al teléfono: “Jokin no ha ido al colegio, no aparece, llevan tiempo buscándole, no está en ninguna parte, es todo muy raro”. Pasaban las horas. En cada llamada sin noticias aumentaba la preocupación. Hasta que, por la tarde, llegó la peor de todas. Debajo de la muralla de Hondarribia, oculto entre el césped, había aparecido su pequeño cuerpo de 14 años sin vida. No había sido un accidente. Jokin había salido a escondidas de su casa cuando todos dormían, había cogido su bici y conducido a un lugar muy alto para lanzarse al vacío sabiendo que no sobreviviría. ¿Por qué? Porque no quería ir al instituto. Porque no pudo soportar el inmenso dolor que le producía imaginarse allí.

Jokin Ceberio Laboa, mi primo, se suicidó el 21 de septiembre de 2004, hace hoy 20 años. Fue uno de los primeros casos de acoso escolar que llegó a los medios de comunicación y a los tribunales de justicia. Una de las primeras veces en las que se cuestionó el “eso son cosas de niños” que siempre había amparado a matones y maltratadores si no habían cumplido los 18 años. Como si los chavales, mucho más frágiles y vulnerables que los adultos, tuvieran que aguantar la crueldad ajena. Como si su dolor fuera un juego. Como si no fuera la primera obligación de cualquier centro educativo detectar y erradicar el sufrimiento extremo de un niño a manos de otro.

La investigación en torno a la muerte de Jokin fue espeluznante. La autopsia reveló numerosos golpes en el cuerpo del chico de una paliza que le habían dado días antes del suicidio. Una paliza de tantas. Él había contado que estaba mal en el colegio, que le estaban pegando cada día, pero se negó a dar los nombres de los agresores: “¿Qué quieres, que me maten a hostias si te digo quiénes son?”, le dijo a su madre.

Los padres hablaron con la escuela, que aseguró que garantizaría la seguridad de Jokin, que podía volver tranquilo a clase. Pero ya era tarde. El terror se había apoderado de él. Llevaba meses sufriendo golpes, insultos, vejaciones. En la mente de un adolescente el futuro a menudo no existe, solo se vive en presente. Y su presente era tan atroz que probablemente no alcanzaba a imaginar que ese calvario pudiera acabar. No veía salida a su sufrimiento. Ni siquiera se permitió pedir ayuda, por si le mataban “a hostias”. Unas horas antes de morir, cuatro días antes de cumplir 15 años, escribió en su chat de internet: “Libre, oh, libre. Mis ojos seguirán aunque paren mis pies”.

La justicia condenó a siete alumnos del instituto de Jokin por un delito contra la integridad moral y contra la salud psíquica. En primera instancia el juzgado de menores les impuso una pena de libertad vigilada porque los chavales pertenecían a “familias estructuradas”. Eran chicos de clase media acomodada, tres de ellos, hijos de profesores del centro. En el juicio, alegaron en su defensa que todo el instituto se metía con Jokin, que no tenía “mayor importancia”. Como si eso les eximiera, como si fuera perfectamente normal y razonable hacer que la vida de un compañero se convierta en un infierno diario. Finalmente, la Audiencia de Gipuzkoa elevó el castigo y les impuso una pena de dos años de internamiento en régimen abierto.

El centro educativo no fue declarado responsable de nada a pesar de que sabían lo que pasaba. Al principio, el director, consternado, les dijo a los padres: “Estos chicos han estado comportándose como una banda de mafiosos. Quizás hemos actuado con demasiada lentitud”. Pero enseguida todo el mundo calló, conscientes de que los indicios apuntaban a que el colegio había hecho caso omiso a algo que sabían que estaba pasando.

A partir del suicidio de Jokin se habló mucho de acoso escolar. De cómo remediarlo, de protocolos, de ayudas... Pero pronto pasó, y se olvidó. Ha habido otros casos después, igual de graves. Más suicidios consumados o intentados, más dolor, más frases de críos de esas que parten el corazón en dos. Muchas escuelas e institutos han seguido mirando hacia otro lado. Muchos padres y madres siguen prefiriendo ignorar o minimizar el maltrato que sus hijos ejercen sobre los hijos de otros. Muchos chavales se siguen callando sin amparar al que sufre, a veces culpándolo por ser débil frente a los que agreden.

La familia de Jokin sigue rota por algo que nunca debió pasar. Sus padres, José Ignacio y Mila. Su hermano, Xabier. Exactamente igual que otras familias con tragedias similares. Cuando hablas con adultos que sufrieron bullying de niños o adolescentes, suelen desgranar relatos atroces de cómo ese dolor inmenso e insoportable ha condicionado su personalidad; de cómo a veces aún sienten inseguridad y miedo. Pero la sociedad, y sobre todo los centros educativos, siguen sin darle a este problema social la importancia que tiene. Mi compañera Sonia Vizoso contaba este verano el caso de X., con ataques de ansiedad e ideas suicidas por cómo le tratan sus compañeros. A sus 15 años lleva meses denunciando ser víctima de acoso escolar sin que la escuela tome medida alguna. Su madre aún ha tenido que escuchar, en 2024, aquello de que “son cosas de niños”.

El acoso escolar existe aunque no queramos mirarlo de frente, y erradicarlo sigue siendo una gran asignatura pendiente. Ese era precisamente el título de una carta a la directora de este periódico publicada hace unos días, que comenzaba así: “Nunca entendí el motivo por el que sufrí bullying”.

Los niños no pueden defenderse solos. No podemos dejarlos solos. Quizá, 20 años después de que Jokin cogiera su bici para tirarse desde lo alto de una muralla, ha llegado el momento de que los políticos, las escuelas y la sociedad en su conjunto nos lo tomemos en serio de una vez.

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