lunes, 1 de julio de 2024

LOS CADÁVERES QUE DESBORDABAN EL RÍO


Aleksandar Tišma: el centenario del escritor del subsuelo del Holocausto
El autor serbio, que nació hace un siglo, trató las oscuridades del alma humana desde la maldad a la doble moral. Su literatura permanece como conciencia escrita del mayor drama del siglo XX.
Miguel Roán, 01.07.2024

Aleksandar Tišma (Horgoš, 1924 – Novi Sad, 2003) estaba obsesionado con la literatura —“Para mí escribir era una cuestión de vida o muerte”—, pero descubrió que hay encrucijadas más graves que la vocación profesional, las que no dependen de uno mismo. Para la generación que vivió el Holocausto esto fue una obviedad tan insoportable como difícil de transmitir.

Él conoció esa crudeza a los dieciocho años. En Novi Sad, donde residía la familia Tišma (de origen serbio y húngaro-judía), durante tres días, a partir del 20 de enero de 1942, unos 1.400 judíos y serbios fueron conducidos a punta de pistola a un Danubio gélido. Los soldados húngaros les dispararon por la espalda y los dejaron caer en los agujeros en el hielo. Cuentan los testigos, que el volumen de cuerpos era tan inmenso que los ejecutores tuvieron que detenerse porque los cadáveres desbordaban la superficie del río. Tišma y la mayor parte de su familia se salvaron gracias a un vecino húngaro que distrajo a los soldados.

Todas las novelas de Tišma son autobiográficas. Así lo reconoce sucesivamente en sus diarios, Dnevnik 1942–2001 (Diario) (1991) y Sečaj se večkrat na Vali (Recuerda eternamente a Vasli) (2000). El escritor asume la aparente contradicción entre su retraimiento, que le distanciaba de la gente, y la necesidad de imitar voces y gestos, de emular a Marcel Proust o Thomas Mann sobre el papel. A Tišma le atraía cualquier mundo desconocido (leía con fluidez alemán, francés e inglés, además de húngaro y serbio), pero le conmocionaba el atraso, el tedio y las actitudes triviales de su entorno. Las terminó abrazando como material literario, convirtiendo los paisajes anodinos de la Voivodina, un reto para los poetas, como se dice en la región, en un escenario intrigante.

Algo de ese carácter tan esquivo como observador se encuentra en Miroslav Blam. El protagonista de El libro de Blam (Acantilado, 2006; sus obras han sido traducidas al castellano por L.F. Garrido y T. Pištelek) es un sobreviviente del Holocausto, casado con una cristiana. Sus padres y su hermana son asesinados, pero él salva la vida gracias a un colaboracionista serbio, amante de su madre. Al mismo tiempo, su esposa le engaña con otro, anhelante de una pasión que le niega su pareja, consumida por la culpa y los fantasmas del pasado. Tišma cuenta que escribió empujado por el arrebato.

Había publicado otros libros, pero este será el inicio de una senda que marcará su trayectoria. El catalizador no fueron las vivencias causadas por la masacre de Novi Sad. Fue durante un viaje a Polonia en 1961, como editor en la institución cultural Matica srpska, cuando su vocación tomó esa dirección. Visitó Auschwitz y aquella experiencia fue el detonante de su ciclo dedicado al Holocausto, Ramas entrelazadas, con el que le llegaran los galardones y las traducciones a cerca de veinte lenguas.
Fascinado por la maldad


A Tišma le fascinaba la maldad, pero sin los fatalismos de Ivo Andrić o Meša Selimović. Su sadismo confesado siempre le sugestionó a comprenderla. El resultado es una renuncia a los arquetipos de buenos y malos, para otorgar a los caracteres la ambivalencia de una naturaleza humana cuya integridad se resiente según las circunstancias. Este realismo no deja espacio a las ilusiones, ni siquiera a un atisbo de grandeza, sino que, sin moralismos, interpela a la moralidad de los lectores, seducidos (y hasta a veces identificados) con las dobleces de los personajes. Su misión, como declaró en varias ocasiones, “era la precisión, la precisión del lenguaje y la precisión del pensamiento”. El producto final es una desnudez quirúrgica, las debilidades, pasiones y necedades de víctimas y agresores, que pueden ser una misma persona.

En El uso del hombre (Acantilado, 2013), con la que obtuvo el premio nacional más relevante de la época, el NIN, analiza a las familias Kroner, Lazukić y Božić, de diferentes orígenes y clase social, pero con un destino compartido, y en la colección de relatos Escuela de impiedad (1978) vuelve a la guerra y a la posguerra desde la perspectiva de la supervivencia. En Lealtades y traiciones (Acantilado, 2019) la guerra ha terminado, pero empaña cualquier porvenir a base de remordimientos y rencor: “La existencia es un problema para mí, probablemente porque coincide con la identidad. Solo aquellas partes de mi existencia que abolen la identidad están libres de sufrimiento: el sueño, los viajes, el sexo y la escritura”.

No obstante, la guerra no es solo un contexto, y aquí es donde el escritor destaca por su virtuosismo. Su cualidad principal reside en la recreación atmosférica de la guerra y de sus secuelas, para convertir esos ambientes en otro personaje más, faceta donde Tišma está a la altura de los grandes. Porque para Tišma el ser humano es un vestigio atrapado en el vórtice de la guerra, en una espiral sin retorno hacia la desgracia y la manipulación, la decadencia, la hipocresía y ese medio es tan relevante como la propia psicología y quehacer de los protagonistas.

Su pesimismo era también autobiográfico. Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial y volvió a Novi Sad, ya en el bando partisano, declaró: “Al llegar la liberación, me sentí un miserable”. Le producían rechazo todos aquellos que, durante el Holocausto, con premeditación, habían rondado a los cruces flechadas húngaros, para luego rendirle pleitesía a los partisanos, que tomaban desatados las ciudades con ánimo revanchista.
Estudioso del nazismo

Tišma se convirtió en un estudioso tenaz del nazismo, con la misma dedicación que otros escritores como David Albahari o Daša Drndić. Así llegó a la trama de El Kapo (Acantilado, 2004): “En los documentos encontré que un judío de Zagreb había sido kapo en Auschwitz. No quería cambiar nada. Si no hubiera encontrado eso en los documentos, probablemente no habría escrito esa novela”.

Novelista, escritor de viajes, ensayista, periodista, editor y traductor (por ejemplo, de Imre Kertész al serbio), son dos de sus últimas obras, los relatos Sin un grito (Acantilado, 2008) y la novela A las que amamos (Acantilado, 2004), las que en su madurez más hablan de él como creador, ya sin el peso argumental y simbólico del Holocausto. La primera por ser una obra contra-propagandista, que desnuda las miserias sociales que se ventilaban durante el apogeo titoista en la Voivodina, y la segunda por el dominio de las artes de la seducción de una prostituta como Beba, una novela desprovista de cualquier lirismo (tampoco frivolidad) que edulcore la sobriedad del autor. Él mismo declaraba: “Estoy convencido de que el arte surge del subsuelo”.

Exiliado en Francia durante tres años del régimen de Slobodan Milošević, mostró en sus últimos años un compromiso ideológico que ocultó deliberadamente durante la Segunda Guerra Mundial. Él, como su literatura, expusieron las diferentes caras del ser humano, como conviven en una misma persona luces y sombras que se proyectan y oscurecen según las disyuntivas: “Soy una persona muy cauta. La vida enseña a todos algo diferente. A mí me enseñó a ser desconfiado. No confío en nadie”.

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