ROTHKO, UNO DE MIS FAVORITOS


Colores con los que no soñamos
Quizás todos tenemos algo de daltónicos funcionales. Mark Rothko dijo que en sus obras se cruza nuestra soledad con la suya.
Estrella de Diego, 29.03.2024

Me pasaba las mañanas en el MoMA, delante de aquel cuadro de Rothko. Lo miraba y en cada visita a la ciudad esperaba sentir lo que todos decían sentir frente a las pinturas del artista, a sus colores fundiéndose: agua. Esperaba la reiterada sensación de sosiego; las lágrimas que los visitantes describen en el libro a la entrada de la capilla en Houston, cubierta por cuadros de Rothko. Las puertas están abiertas para los que busquen encontrarse y en su página web la capilla ecuménica se presenta como un espacio para fomentar el crecimiento espiritual. Pese a todo, al llegar a Texas me atraparon las telas —terminadas un par de años antes de su suicidio en febrero de 1970—, pero no sentí el esperado sosiego. Allí los cuadros parecían más sobrecogedores, un presagio de la muerte teatralizada del pintor —sin pantalones y con calcetines— que cuenta su biógrafo James Breslin en Mark Rothko. A Biography (1993). “¿Quién es ese tal Mark Rothko que ha matado a mi amigo?”, comentó la pintora Hedda Sterne al enterarse del suicidio.

Recordaba las historias camino del aeropuerto de Houston. Pese a la quietud de la capilla, la desazón me había vuelto a invadir. “Me gustaría aclarar a los que piensan que mis cuadros están llenos de sosiego, sean amigos o meros observadores, que he sido prisionero de la más terrible violencia en cada pulgada de la superficie”, explicaba Rothko. Otro pensamiento lúcido de los que recoge en sus escritos, La realidad del artista (2004).


He vuelto a París, a la muestra de la Fundación Louis Vuitton (hasta el próximo 2 de abril), y ante los colores de Rothko me han asaltado las emociones, pero de nuevo se me ha extraviado el sosiego, quizás porque los colores juegan estas malas —y maravillosas— pasadas. O porque Rothko persigue colores que son malabarismos. Pese a todo, también a mí, como al resto de los visitantes, el juego de colores de Rothko me atrapa. Es inútil resistirse a los colores, a los tonos, a las gradaciones. Hay en ellos un elemento que apela a la intimidad, al desamparo profundo y humano al cual se refiere Rothko cuando dice que en sus obras se cruza nuestra soledad con la suya. Además, ¿cómo narrar el mundo desde un Nueva York sumergido en la Guerra Fría, sino a través de los colores?

Los colores tienen algo de medias palabras, cosas no dichas, y se vuelve cada vez a ellos; se aspira a rescatarlos desde el pasado la colombiana Susane Mejía lleva años haciéndolo en su proyecto Color Amazonia. Cada planta (cúrcuma, achiote, cudi, amacizo….) es pigmentos, matices, saberes ancestrales, Pantone mágico de entintados y tejidos. Tal vez por eso los colores gobiernan el mundo, hasta cuando el mundo urge a ser plasmado en blanco y negro. Los neorrealistas italianos —dicen— retocaban con pintura la tierra de los descampados para lograr ese tono gris que requería la circunstancia y la película no conseguía trasladar a los ojos. Otro cineasta, el polaco Kieślowski, recurrió en los 90 del XX a la bandera francesa en su Trilogía de los colores —Azul, Blanco y Rojo—, para trazar en cada episodio el trastocamiento de los géneros cinematográficos.

Josef Albers planteaba su teoría de los colores como un instrumento de enseñanza del arte y el mundo en La interacción del color (1980) y el poeta Goethe volvía a ellos en su texto escrito entre 1810 y 1820, donde demostraba que los colores no son solo territorio de los profesionales de lo visual —cineastas, artistas, fotógrafos, historiadores del arte…—. Al hablar del “efecto moral del color”, regresaba a las clásicas asociaciones de los colores fríos y cálidos con las emociones, las mismas a las cuales se apelaba el pasado mes de enero —dedicado al tan de moda Wellness— desde el MoMA en un seminario de la artista especializada en meditación Dora Kamau, quien toma los colores como punto de partida para el trabajo personal sobre la autoconciencia de los participantes. Los colores, en su infinita ars combinatoria, se transforman unos junto a otros. Lo presintió Goethe. Lo escribió Albers. Lo supo Rothko. Lo plasmó Warhol en un remake de colores disonantes —casi de Vívianne Westwood, la diseñadora punk— para su retrato doble del poeta alemán. Lo busca Susana Mejía.


Los colores se instalan en nuestras chaquetas o en la arquitectura del popular edificio en rosa de Sauerbruch y Hutton, que plantea la pregunta inevitable: son belleza y sostenibilidad compatibles —aunque vivir en un lugar bello es otra forma de sostenibilidad, supongo—. El reciente artículo ‘Culturas del color’ de Luis Fernández-Galiano en Arquitectura viva lo exponía sin titubeos: la elección del color no es nunca casual. El compositor John Cage (Color y significado , 2023); la periodista Victoria Finlay (Historia de la paleta cromática, 2023); o la antropóloga Anne Varichon, que acaba de reimprimir Color Charts. A History (2024), una impresionante historia visual de los colores… eran algunos de los libros citados en el texto.

El propio Fernández-Galiano es autor, junto con Sánchez Bellver, de La belleza común. España tienda a tienda (2023), un libro delicioso que repasa los establecimientos extinguidos que devuelven a la memoria los colores de la infancia por antonomasia, la variedad que subrayaba la noción de la abundancia infinita de colores cuando acompañaba a mi madre en sus compras. Me refiero a las tiendas de lanas, madejas y ovillos que se agolpaban en los escaparates y el interior del local, en un despliegue abrumador de tonos, de presagios, igual que los Rothko de París. Las lanas apiladas por tonos —lo oscuro siempre arriba, decía Rothko— dejaban clara la imposibilidad de recordar cada uno de ellos al dejar la tienda —para los colores no hay diapasones de bolsillo—.

Al final, el Pantone y su gama infinita conforma un aparente control que nos lleva a presentir a los colores inofensivos frente al gusto o el olfato y su capacidad de llevarnos lejos, a otro tiempo y otro sitio sin garantías de veracidad. Por el contrario, el Pantone crea la falsa impresión de mantener a los colores a raya. Nada menos cierto. Mecanismo privilegiado de la memoria y no solo hilo conductor de las historias —lo explicita Michel Pastoureau en Los colores de nuestros recuerdos (2017)—, cada color estará asociado a una evocación que hará estallar pero, igual que ocurre con la magdalena de Proust, nos devolverá un color diferente del que fue. Además, quedan tantos tonos por inventar, por rememorar, por reconstruir…

Porque nuestros recuerdos de los colores son sin remedio dudosos, simples maniobras de aproximación, al reencontrarnos con la Capilla Sixtina restaurada tras años de limpieza, no lo dudamos: aquello brillaba demasiado y había dejado de ser lo que vivía en nuestra memoria. Ocurrió con Las meninas también, tras su restauración en 1984: ahí estaba aquel cuadro de colores extraños, un regreso a la casa de la infancia envuelta en tonalidades desconocidas. Sin embargo, ¿qué hay de verdad en nuestros recuerdos de los colores? Ese mismo año 1984, Buero Vallejo estrenaba Diálogo secreto, la historia de un crítico de arte daltónico que, para no dejar vislumbrar su falta de criterio a causa de la enfermedad, reparte comentarios negativos de manera despiadada. Un día, el amigo de su hija no puede soportar la presión. Se suicida y ella misma descubre el terrible secreto del padre.

Quizás frente a los colores todos tenemos algo de daltónicos funcionales. Los vemos y se escapan deprisa, peluches azules de la infancia o superficies de Rothko en París. Se escapan nada más dejar la sala. Se han ido y otros colores invaden la retina. Ya no están los colores que estuvieron y dejan tras ellos, si acaso, la posibilidad de nombrarlos con las escasas herramientas que poseemos para hacerlo: Sin título (negro sobre gris). Son colores con los que ni siquiera soñamos. Colores que vienen desde el fondo del tiempo.

MEJOR CÁLLATE


El beneficio de callarse
El silencio es una poderosa herramienta para ganar notoriedad, además de un aliado de la salud. En un mundo lleno de ruido y sobreestimulación, demos una pausa a nuestros cerebros.
Francesc Millares, 28.03.2024

Vivimos en un mundo de ruido constante, mucho más que en ninguna otra época que haya conocido la humanidad. Desde que las redes sociales han multiplicado las vías de comunicación, nuestro día a día es un bombardeo incesante. Mientras nuestro móvil nos manda el push de las últimas noticias, por otras aplicaciones nos llegan opiniones de Twitter, notificaciones de Instagram y otras redes, por no hablar de los temibles grupos de WhatsApp que disparan palabras y memes sin cesar. Camino del trabajo, hay quien escucha en el metro su programa favorito sin auriculares, hasta que entran dos raperos y, tras poner el equipo de música a todo volumen, empiezan a improvisar letras sobre los pasajeros. Ya en la oficina, el murmullo de las conversaciones de los compañeros son la banda sonora de la jornada. Ruido, ruido y más ruido. Es como si el silencio hubiera quedado relegado a los monasterios, o fuera un peligroso agujero negro que hay que llenar con cualquier cosa antes de que nos trague.

El ensayo Cállate, del periodista Dan Lyons, se abre con la siguiente pregunta: “¿Hace falta que todas las personas de este planeta expresen al mismo tiempo todas sus opiniones sobre todo lo que ocurre?”. La cita es del youtuber Bo Burnham, y anticipa la tesis del libro: justamente porque vivimos en medio de una cacofonía constante, cerrar la boca es una medida tan generosa y oportuna como terapéutica con uno mismo. Lyons asegura que aprender a callar nos ayuda a progresar profesionalmente, ya que reducimos las posibilidades de meter la pata, además de presentar ventajas para la salud. Sin duda, intentar transmitir tu mensaje en medio del caos de personas que pretenden lo mismo es altamente estresante, además de frustrante. Muchas veces, la persona que tiene más crédito es la que se mantiene a distancia de las polémicas o de la lucha por llamar la atención. Esto está en sintonía con dos claves de un libro de inspiración maquiavélica publicado en 1998 por Robert Greene: Las 48 leyes del poder.

La 4ª es decir siempre menos de lo necesario, y lo justifica así: “Ten en cuenta que cuanto más digas, más vulnerable serás y menor control de la situación tendrás (…) Las personas poderosas impresionan e intimidan por su parquedad. Cuanto más hables, mayor será el riesgo de decir alguna tontería”.

La 16ª utiliza la ausencia para incrementar el respeto y el honor, se anticipa varios años a la locura creada por las redes sociales, y dice: “Demasiada oferta reduce el precio: cuanto más te vean y oigan, tanto menos necesario te considerarán los demás (…) Un alejamiento temporal hará que hablen más de ti, e incluso que te admiren (…) Recuerda que la escasez crea valor”.

Estas dos recomendaciones van contra corriente respecto a lo que hacen millones de personas en las redes: darse codazos para ser vistas y oídas, aunque sea unos segundos en un reel. Lo que propone Greene es justamente lo contrario. En un mundo dominado por el ruido, la persona más interesante es la que calla, pues el silencio nos dota de misterio, que es el ingrediente clave de la seducción.

Como ya no estamos habituados a callar, volvamos al reciente libro de Dan Lyons, que propone cinco caminos:

Siempre que sea posible, no digas nada. A no ser, como reza un proverbio japonés, que tus palabras sean mejores que el silencio. En palabras del autor de Cállate: “Hay que ser Harry el Sucio, no Jim Carrey”.

Descubre el poder de las pausas. Los grandes oradores son conocidos por cómo gestionan el silencio. Espera dos segundos antes o después de hablar, respira, deja que la otra persona procese lo que acabas de decir. Un silencio a tiempo equivale a mil palabras.

Deja las redes sociales. La mayoría de las plataformas están diseñadas para crear adicción. Si por tu trabajo no puedes abandonarlas del todo, al menos dosifica su uso.

Busca el silencio. “La sobrecarga de información nos lleva a un estado de agitación y sobreestimulación constante, lo que provoca problemas de salud e incluso puede acortar nuestra vida”, asegura Lyons. Dale un respiro a tu cerebro a través del silencio.

Aprende a escuchar. Esta es una forma muy productiva de callar, pero requiere un esfuerzo activo. Implica poner los cinco sentidos en lo que el otro está diciendo, sin juicios ni parloteos mentales. Además, como señala el autor: “Nada hace más feliz a la gente que sentir que la escuchan y la ven de verdad”.

Cuando somos capaces de mantener la boca cerrada, lo que ocurre después es increíble, asegura Lyons, ya que nos sentiremos más tranquilos, menos ansiosos y con un mayor control sobre nuestra vida.
¡Atentos!

— En su libro El valor de la atención, el divulgador británico Johann Hari señala que nuestra capacidad de concentración ha entrado en una profunda crisis. Según estudios recientes, un adolescente solo logra concentrarse en una tarea durante 65 segundos de promedio, mientras que la atención de un adulto no rebasa los tres minutos.

— Una clave para recuperarla es entender que el cerebro humano no está hecho para la multitarea. “Somos muy de pensamiento único”, decía al autor un profesor del MIT. Para recuperar el foco hemos “apagar” los distractores y volver a hacer una sola cosa a la vez.

miércoles, 27 de marzo de 2024

RICHARD SERRA, RIP


Todo un placer para los sentidos pasear por esa sala enorme del Guggenheim de Bilbao donde se emplaza la gigantesca escultura de Serra o caminar entre las piezas del sobrecogedor Memorial del Holocausto berlinés. Descanse en paz.

Muere Richard Serra, escultor del acero y del tiempo
El tótem del arte estadounidense, famoso por sus monumentales piezas de inspiración minimalista, fallece a los 85 años víctima de una neumonía en su casa de Long Island.
Iker Seisdedos. Washington, 27.03.2024

En la visita por su cuarto cumpleaños del niño Richard Serra a la marina de San Francisco, donde quedó maravillado al ver cómo movían las grandes masas de acero de un lugar a otro, comenzó una de las carreras más fascinantes de la escultura contemporánea. Esa historia llegó a su final este martes, ocho décadas después de aquella excursión, con la muerte de un tótem del arte estadounidense: Serra falleció a los 85 años en su casa de Long Island, cerca de Nueva York. La causa fue una neumonía, según informó a The New York Times su abogado, John Silberman.

Será recordado por sus grandes piezas de acero corten, extrañamente gráciles pese a sus varias toneladas de peso. Capaces de crear interiores sinuosos en los que perderse, fueron revolucionarias en su invitación al espectador a admirarlas, pero, sobre todo, a caminar por sus laberintos color caldera. El mejor ejemplo de ese estilo, una sofisticada y monumental reflexión también sobre el vacío, está en el museo Guggenheim de Bilbao, que expone desde 2005 de manera permanente y en su más emblemática galería, un brazo de titanio extendido en paralelo a la ría del Nervión, La materia del tiempo, ocho gigantescas esferas, espirales y elipses que marcaron un hito en el viaje de Serra hacia la comprensión del espacio. El conjunto, de casi 1.200 toneladas, acabó logrando lo improbable: convertirse en un icono capaz de rivalizar con el edificio de Frank Gehry que lo alberga, otra obra maestra.


Fue por aquel entonces cuando el célebre crítico australiano Robert Hughes, tan amante de la provocación como del eslogan, lo definió “no solo como el mejor escultor del siglo XXI”, sino también como “el único realmente grande en activo”. Con su ceño eternamente fruncido, su complexión compacta y su personalidad lacónica y reflexiva, con Serra también muere un poco más una cierta idea del artista (hombre) abstraído en una trascendental misión para el que la vida y la obra son expresiones de una misma épica aventura.

Hijo del capataz de una fábrica de caramelos de antepasados mallorquines y de un ama de casa emigrada de Odessa, en la actual Ucrania, nació en 1938 en San Francisco. De sus orígenes de clase obrera solía presumir, porque, decía, lo dotaron de una férrea ética del trabajo. Esa actitud alejada de la diletancia se hizo patente muy pronto, gracias a su Lista de verbos (1967-1968), tal vez su texto más famoso, que empezaba con “enrollar, arrugar, doblar, almacenar, inclinar, abreviar, retorcer” y continuaba hasta acumular 100 infinitivos, 100 invitaciones a la acción.
De joven, se forjó intelectualmente a partir de la literatura en inglés, que estudió en la universidad. Tuvo formidables maestros: los escritores Christopher Isherwood y Aldous Huxley, la antropóloga Margaret Mead, el pintor Philip Guston y el compositor Morton Feldman. Leyó a Emerson y el resto de los trascendentalistas estadounidenses, pero también se empapó de los existencialistas franceses, especialmente de Albert Camus. Dejó la costa Oeste para estudiar Arte en Yale, tiempo en el que se mantuvo trabajando en una planta de procesamiento de metal pesado. En París se metió a fondo en Brancussi, influencia que fue crucial en su deriva hacia la escultura, mientras al otro lado de los Pirineos, Eduardo Chillida, pero, sobre todo, Jorge Oteiza, andaban ya embarcados en parecidas reflexiones sobre el espacio.

Adiós a la pintura

Su abandono de la pintura también escondía en realidad la asunción de una derrota. Cuando vio por primera vez Las meninas, de Velázquez, se rindió a la evidencia: “Pensé que no había posibilidad siquiera de acercarme a todo eso: el espectador en relación con el espacio, el pintor incluido en el cuadro, la maestría con la que podía pasar de lo abstracto a una figura o a un perro. [Velázquez] Me persuadió [de dejarlo]. Cézanne no me había parado, [Willem] De Kooning y [Jackson] Pollock tampoco, pero Velázquez parecía algo mucho más grande de gestionar”, declaró en 2002 a la revista The New Yorker.

Se hizo un nombre en Nueva York a caballo entre las tribus de los minimalistas y los posminimalistas. De los primeros se diferenciaba por el gusto por los materiales pesados. Con los segundos, compartió en 1968 la mítica exposición en la galería de Leo Castelli que le valió un nombre en la escena, gracias a sus películas y a una pieza en la que arrojó plomo derretido a la pared. Tras esa temprana exploración de prácticas y materiales, su idilio con el acero no tardaría en consolidarse.

Sus esculturas están repartidas por museos y ciudades de medio mundo, desde el parque al aire libre de Glenstone, a las afueras de Washington, a la estación de Liverpool Street, en Londres. En países como Alemania y Holanda le profesaban una especial veneración. Pese a la fama que lo acompañó durante décadas, esa lista acabó siendo una nómina de lo más azarosa. La ciudad de Nueva York, tras ocho años de pelea en los tribunales, durante los que se llegaron a recoger 13.000 firmas en su contra, terminó por derribar su pieza Tilted Arc (1981), instalada en la parte baja de Manhattan. Y en cierta ocasión rescató dos sus obras de un parque bilbaíno al saber que iban a subastarse.

Aunque nada superó, al menos en España, al escándalo de la desaparición en algún punto entre 1992 y 2005 de un almacén de Madrid de Equal Parallel/Guernica-Bengasi (1986), propiedad del Reina Sofía, museo que hoy la expone en su colección permanente en una versión de 2007. Fue una de las historias sin resolver más rocambolescas del arte español en democracia, e inspiró el libro Obra maestra, del escritor Juan Tallón. Ante el recuerdo de aquel despropósito, Serra solía contestar con desapego que creía que los ladrones o quienes incurrieron en el descuido seguramente la habían “vendido para fabricar maquinillas de afeitar”.

En los últimos tiempos, los achaques de salud hicieron que su insobornable ética del trabajo lo llevara a dedicarse a diario al dibujo, un arte en el que también dejó su original impronta. Para él no era un medio (si se trataba de bocetar sus esculturas prefería crear modelos a escala 1:50), sino un fin, al que se dedicó desde muy temprano. En una entrevista con EL PAÍS celebrada en el museo Boijmans Van Beuningen, de Róterdam, con motivo de una exposición de esa parte de su obra, recordó la primera vez, tan pronto como a los “cinco o seis años”, en la que reparó en lo que significaba ser un creador. “Mi madre traía de la carnicería unos enormes rollos de papel rosáceo que yo desplegaba sobre el asfalto de la calle para dibujar en ellos. Allá donde fuéramos, me presentaba como su hijo el artista”, contó Serra, que en 2010 fue distinguido en Oviedo con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes.

Richard Serra, Rotterdam Horizontal #5, 2016. Etching ink, silica, and paintstick on handmade paper, 43¼ x 31½ inches (109.9 x 80 cm). Courtesy Pictoright Amsterdam, 2017.

Acudió a la cita en Róterdam acompañado de su esposa, Clara Weyergraf, que lo sobrevive. Con ella, su compañera desde 1981, repartía sus días entre Nueva York, Long Island y Cape Breton, un enclave de la costa Atlántica de Canadá, que ha servido de refugio a otros artistas clave de la vanguardia neoyorquina como Philip Glass o Joan Jonas, que fue pareja de Serra en los setenta. Ese día en Róterdam, otra ciudad portuaria, igual que Bilbao, había apuntado sus ideas en un papel, para no olvidar nada de lo que quería decir. “Mis dibujos no imponen un discurso, ni pretenden ser una representación”, advirtió. “No quiero que sirvan de metáfora, o evoquen algo preexistente. Su cometido es refutar el lenguaje sabiendo que eso es imposible; todo lo interpretamos a través de él. Es esa en definitiva la función última de la abstracción: desmentir las lecturas superficiales”.

Un par de semanas después del encuentro holandés, hizo algo que cuentan que acostumbraba a hacer: enviar un correo electrónico al periodista para matizar sus argumentos en el marco de una discusión sobre la utilidad política de la creación, durante la que aseguró que “el mejor arte es intrínsecamente inútil”. “Hay dos posiciones que un artista puede tomar; comprometerse políticamente o responder a sus propias necesidades internas”, escribió entonces. “Ambas opciones estaban claramente representadas por [Jean Paul] Sartre y [Theodor] Adorno. El primero tomó el camino de la política, Adorno apostó por articular individualmente su propia estética, divorciada de la ideología, en algo que a su manera entendía como una forma de resistencia política. Yo siempre me he inclinado por la opción de Adorno”.
El origen de esa discusión estaba en las críticas a su última gran obra, al menos en ambición: una instalación de 2014 de cuatro monolitos en el desierto catarí que tituló East-West/West-East. Pese a ser un creador cotizado, le gustaba mostrarse como un artista alejado de los manejos del mercado y aquel día volvió a hacerlo. Los negocios, advirtió, habían echado a perder el arte contemporáneo, y muy particularmente, la escena de Nueva York. Culpaba de ello a la siguiente generación a la suya, la que, con Jeff Koons a la cabeza, abrazó en la década de los ochenta el dinero sin rubor.

En los últimos años, trató de mantener en secreto que padecía cáncer, y así se lo pedía a los periodistas. Para los que lo conocían bien, esa actitud no fue sino otra demostración de su personalidad obstinada. La de aquel chico que vio volar grandes masas de metal en el puerto de San Francisco y acabó creando un universo propio a partir del acero que formó el paisaje de su infancia.

EL TEIDE

Tras la DANA, la gota fría de toda la vida, así ha quedado El Teide. 

GENIOS RENACENTISTAS


Antes todos los españolitos llevábamos un entrenador de fútbol dentro, y no hablemos de un seleccionador nacional, todos también. Esto de la globalización de antaño e Internet de hoy, todos somos decenas de profesionales a la vez, da igual el tema que sea, uno domina cualquier materia. Destacan dos grupos, los genuinos herederos del Renacimiento: políticos y opinólogos, que diría Amelia Varcárcel. Los primeros por lanzados, por desvergonzados, por atrevidos; el segundo grupo por jetas, por insoportables, por estirados... ¡Ah! olvidaba la soberbia, virtud compartida orgullosamente por ambos. 
Los nuevos intelectuales se jactan de su analfabetismo, la cultura es secundaria, el esfuerzo... ¿qué es eso?, los demás absolutamente prescindibles. El ego es lo único que importa, el poder del mediocre, la pura condescendencia, la autocomplacencia, ésta mayor si cabe.
Mi socio muerto me hubiera dicho: "Jose, no hay nada peor que un desclasado; quien reniega de sus raíces es la persona más venenosa, y si le das un poco de poder ya es el acabose". El desclasado es, en el fondo, un acomplejado amargado y, como tal, peligroso. Me pregunto muchas veces si esto no es en sí mismo un síntoma de clasismo. Luego lo desecho. No, no lo es, no me malinterpreten.
Hoy escribo desde mi cajón de sastre particular, soy consciente. Dormí mal, a las 12 sonó el despertador cuando llevaba únicamente una hora de sueño. Me levanto aturdido hasta que me doy cuenta que algo no encajaba, el despertador marcaba las 4:00am pero el móvil las 12. Tras unos segundos de desconcierto caí en la cuenta y volví a acostarme después de poner en hora el despertador. A las 4 sonó de nuevo, esta vez sí era la hora buena, ¿buena para quién?
La marea no baja nunca lo suficiente para que la isla se una al continente. Así siguen las cosas. 
Por cierto, ya miércoles, en un tris nos cae encima la Semana Santa, procesiones para unos, apertura de cajas para otros. 
Hoy, cruzo los dedos, colocan el poyo de la cocina. Poyo, qué palabra más bonita y en desuso, qué pena. El otro día hasta me recriminaron su uso. ¡Encimera!, no seas antiguo. Yo reivindico poyo, y sostén y fiambrera y cafre y cachivache y correveidile y floripondio y paparrucha y potosí y sílfide y lamedor y tantas otras palabras que me enlazan con mis abuelos, con mis padres. Raíces. 
Imogen Heap, *Hide and Seek.

¡A DORMIR!


Dormir lo suficiente y con un patrón regular ayuda a prevenir la demencia
Dos estudios indican que la cantidad, calidad y la regularidad del sueño influyen sobre el posible desarrollo de enfermedades neurodegenerativas.
Rodrigo Santodomingo, EL PAÍS
26.03.2024

Para la mayoría de la gente, dormir poco una noche equivale a espesura mental durante el día siguiente. Las horas transcurren pesadas y densas, teñidas por un filtro de irrealidad. El cerebro reacciona con lentitud. Pensamos peor, olvidamos cosas, nos cuesta mantener la concentración. Si la carencia de tiempo dormido es severa, nos invade una cierta confusión, como si las piezas de la jornada no acabaran de encajar.

Cuando esa falta de sueño puntual torna en algo sistemático, prolongado en el tiempo, se produce una especie de efecto acumulativo. La neurociencia ha demostrado de sobra, con evidencias abrumadoras, que dormir poco como norma —durante años o décadas— aumenta el riesgo de daño cognitivo en edades avanzadas.

Existen varios estudios que refrendan el perjuicio mental del sueño escaso. Uno publicado en 2021 por la revista Nature concluyó que dormir seis horas o menos —se midió la duración del sueño de casi 8.000 participantes a los 50, 60 y 70 años— aumenta en un 30% la probababilidad de sufrir alzhéimer y otros tipos de demencia. Otro análisis dado a conocer ese mismo año, a cargo de investigadores de la Escuela de Medicina de Harvard, arrojó resultados aún más contundentes: los que duermen menos de cinco horas tienen el doble de probabilidad de desarrollar demencia que aquellos que sostienen un sueño medio de siete horas.

Dos recientes investigaciones apuntan a que no solo la duración importa. Ambas coinciden en señalar —aunque desde planteamientos diferentes— que la regularidad en los patrones de sueño podría tener también una influencia notable sobre nuestra cognición. No parece recomendable alternar tiempos de sueño muy variables. Tampoco resulta del todo inocuo modificar con frecuencia el tramo horario en que permanecemos dormidos.

Jeffrey Iliff, investigador en sueño y salud, lideró una de estas dos nuevas aportaciones a un campo de análisis al alza. Cruzando datos del Estudio Longitudinal de Seattle (EE UU), que lleva desde 1956 recopilando información psicosocial de miles de individuos, él y su equipo se propusieron conocer mejor el vínculo entre la estabilidad en la cantidad de sueño (medida a lo largo de 20 años) y la aparición ulterior de algún tipo de demencia.

Por videoconferencia, Iliff resume su principal hallazgo: “No son las personas que van disminuyendo progresivamente sus horas de sueño las que tienen mayor riesgo de discapacidad cognitiva, sino aquellas que más varían la cantidad de horas dormidas”. Gente de sueño escaso durante una temporada a las que, en otras, se les pegan las sábanas. Y que luego vuelven a dormir poco. Y, pasados meses o años, otra vez mucho. Y así sucesivamente.

Iliff admite que, por el momento, solo podemos especular sobre las causas de esta fuerte correlación entre sueño inestable y daño cognitivo. “Es posible que la variabilidad sea, de forma aislada, un factor a tener en cuenta. Pero también resulta plausible que otros factores asociados a un mayor riesgo de demencia (enfermedad crónica, apnea, depresión...) provoquen esa variabilidad”, explica.

El segundo estudio sobre patrones de sueño y demencia, elaborado por investigadores australianos y canadienses, pone el foco en la constancia de los horarios. Irse a la cama sin orden ni concierto (un día a las diez de la noche; otro, digamos, a las 3 de la madrugada), y hacer de esta anarquía la regla, provoca —sugiere la investigación— un aumento significativo en el riesgo de padecer más adelante alzhéimer u otras dolencias neurodegenerativas. Uno de los autores, Matthew Pase, investigador de la Universidad de Monash, se aventura a señalar un motivo que, matiza, entra también en el terreno de la mera conjetura. “Las enfermedades cardiovasculares son más frecuentes entre personas con un patrón de sueño irregular. Esas patologías hacen que el suministro de sangre al cerebro funcione peor, lo que quizá ayude a explicar en parte ese daño cognitivo a largo plazo”, señala.

En las dinámicas entre sueño y cognición, donde múltiples elementos convergen en una compleja ecuación, algunas evidencias confirman lo que ya vislumbraba el sentido común. Otras, por el contrario, se antojan contraintuitivas. Un buen número de investigaciones han concluido, por ejemplo, que dormir mucho (por encima de 9-10 horas) también dispara la posibilidad de experimentar una pérdida paulatina de facultades cognitivas. En 2017, un meta-análisis identificó dicho hallazgo en 10 publicaciones. Otro estudio de varios estudios dado a conocer en 2019 cifró en un 77% el aumento del riesgo de demencia entre los dormilones respecto a los que se mantienen en la franja óptima, estimada en unas siete u ocho horas.

Para Mercè Mayos, vocal de la Federación Española de Sociedades de Medicina del Sueño, un concepto clave vendría resolver esta aparente paradoja: comorbilidad. Es decir, la presencia de dos o más patologías cuyos síntomas y mecanismos resulta, en ocasiones, difícil observar por separado. “Desde luego, parece un sinsentido que dormir mucho sea malo a nivel cognitivo. La principal hipótesis es que han de existir factores confusores: depresión u otras comorbilidades que hacen que esas personas duerman más”.

El estudio sobre los horarios de sueño en el que participó Pase también contiene su dosis de extrañeza. Si dormir y despertar sin un criterio más o menos fijo podría estar comprometiendo nuestra capacidad cognitiva del futuro, el riesgo de demencia también aumenta cuando el reposo se rige por horas escrupulosamente estrictas. Alguien que duerme, pongamos por caso, de 23:00 a 7:00 con terca perseverancia, sin casi excepciones, a golpe de reloj. Pase desliza, como motivo factible y sugerente línea de investigación, otra vuelta de tuerca, en este caso de tipo relacional: “Quizá la gente muy rigurosa con sus horarios de sueño tenga una vida social muy limitada, algo que no favorece, precisamente, la buena salud cognitiva”.

En un terreno fértil para la exploración, un fenómeno descubierto hace apenas una década ayuda a comprender por qué el mal dormir (en cantidad y calidad) va hipotecando nuestra cognición. “Ahora sabemos que una de las principales funciones del sueño es la limpieza de la neurotoxicidad que vamos generando durante el día. Si dormimos mal, se acumulan sustancias que contribuyen a la neurodegeneración”, subraya Javier Albares, director de la unidad del sueño en el Centro Médico Teknon (Barcelona) y autor de La ciencia del buen dormir (Planetadelibros).

Saber de la existencia de un sistema glinfático —término acuñado por la danesa Maiken Nedergaard, que en 2012 conceptualizó dicho mecanismo— se ha erigido en un faro que orienta la creciente literatura sobre sueño y daño cognitivo. “Actúa como una red de bazos que elimina residuos del sistema nervioso central, sobre todo proteínas fibrilares muy relacionadas con el alzhéimer, la demencia frontotemporal o el párkinson”, resume Mayos. Albares añade que “estos procesos de limpieza cerebral se activa especialmente durante la fase 3 no REM, cuando se produce un sueño profundo de ondas lentas”.

Mayos aboga por “situar al sueño como pilar de salud a la misma altura que la nutrición o la actividad física”. Y lamenta que este ámbito siga siendo “la cenicienta de la medicina”. Escasa consideración que se refleja en nuestros hábitos e imaginario colectivo: “Socialmente, se banaliza dormir poco, incluso se premia dándole una connotación positiva en aras de una supuesta mayor productividad”. Matthew Pase, quien trabajó durante años en EE UU, da fe de lo “bien visto” que está allí madrugar mucho.

Lentamente, las cosas empiezan a cambiar. Mayos ofrece como prueba un influyente artículo que apareció el pasado octubre en The Lancet apelando a incluir al sueño “en las agendas de salud pública” de todo el mundo. Pase remata: “Cada vez sabemos más sobre su importancia para una buena salud a lo largo de nuestra vida. Es hora de que el mensaje cale entre la población”.

Y TÚ MÁS


Lo mío, lo nuestro
Si practicáramos una visión de conjunto, seríamos más ecuánimes, esto nos facilitaría un mayor sosiego y probablemente hasta nos lograra hacer más inteligentes.
David Trueba, EL PAÍS
26.03.2024

Hablamos demasiado de nosotros mismos. A medida que aumenta el aislamiento generalizado, gracias a la pantomima de la hipercomunicación, las personas se cierran como las flores en la noche. Ha sido interesante ver cómo las manifestaciones de agricultores, que eran entendibles para todos, generaban al mismo tiempo una obtusa indiferencia. No va conmigo. Sucedió antes, y más grave, con las demandas de los sanitarios o los profesores, que pese a ser eco de nuestra sociedad carecieron de un apoyo contundente. Lo gremial nos distancia. Allá cada cual. La nueva política teatralizada tiende a disgregarnos y hasta los partidos nacionalistas, ya sean españoles o catalanes, han decidido seccionar a sus ciudadanos entre buenos y malos. Buenos y malos para sus intereses particulares, claro. Nada hay más ladino que un nacionalista, que dice amar el todo cuando en realidad adora lo sesgado, lo particular, lo privado.

Ha resultado profundamente indigno ver cómo el partido de la oposición utilizaba el primer caso notable en cinco años de corrupción dentro del Gobierno para lanzarse sobreactuado a la yugular, cosa que es entendible, pero que convenía moderar tras una trayectoria reciente que aún se dirime en los juzgados. No ayuda tampoco su particular manera de encarar la corrupción entre sus propias filas, cargando contra fiscales, policías, Gobierno y Agencia Tributaria cuando les sacan los colores. Aún más felino ha sido el ataque contra los periodistas. Todavía estaba reciente la condena general a Pablo Iglesias cuando señalaba a ciertos locutores o informadores y, sin embargo, se justifica el atacar y amedrentar a los profesionales que investigan en las brechas corruptas del entorno de la presidenta Ayuso. A su turbio piso no se pueden acercar a preguntar los reporteros, después de dos años de acoso al chalet de Irene Montero sin que los partidos rivales ordenaran parar ese acto indigno, excusándose en una supuesta venganza por los antiguos escraches.

Son síntomas de cómo lo propio importa mientras lo ajeno provoca desprecio. Esa hipersensibilidad la podemos tener las personas que nos dedicamos a la cultura. Nos fastidia sobremanera que ese ministerio o esa consejería sea la que se concede al partido minoritario en las coaliciones, la que menos dotada está, la menos respetada en su contenido. Como nos sorprende que en España, por ejemplo, cuando un director de cine o un pintor son acusados de abusos sexuales su caso aparezca en la sección de cultura. Algo que no pasa en otros países, en Francia recientemente una actriz acusó a dos directores de violación y obviamente la noticia iba en páginas de sucesos, sociedad o juzgados, jamás en la de cine. Aquí no. No hay más que ver el seguimiento de la violación protagonizada por el futbolista Dani Alves. Ningún medio lo seguía en su sección de deportes ni ponía a sus informadores de fútbol a relatar los pormenores, porque era lógico tratarlo como un contenido judicial. El hecho de que la sección de cultura sufra ese desdoro, robándole sus poquitas páginas para hablar de abusadores o violadores provoca su profesión es artística, nos provoca extrañeza. Estoy seguro de que quienes son ajenos ni siquiera habían reparado en ello. Será debido a que flotamos permanentemente en nuestra placenta propia. Si practicáramos una visión de conjunto, con menos lupa y un poco más de plano general, seguro que eso nos ayudaría a ser más ecuánimes, nos facilitaría un mayor sosiego y probablemente hasta nos lograra hacer más inteligentes.

SOPA


10°, 9° menos que en Santa Cruz, y a sólo 20 minutos de distancia. Con gotas en los ojos, un colirio sin colirio, da comienzo para mi este nuevo día de la guerra con pocas expectativas. Sin reuniones a la vista, sin atención al ciudadano, únicamente facturas y un proyecto de la reforma de un edificio administrativo que debo acometer cuando recabe los datos que me faltan.
Nada de política -Putin está loco por echarle la culpa del atentado en Moscú a los ucranianos, qué miedo; Trump soltando pasta y Netanyahu a las greñas con Biden y con la ONU-. Nada de religión -con lo del alma de los animales ya he tenido suficiente por una temporada- y, la verdad, nada de nada, con lo que hay es ya suficiente.
Siguen las pesadillas vívidas, las cuales recuerdo, si acaso, justo al despertarme, para irse volando como los espíritus.
Mañana se termina la semana laboral, estupendo. Sin natación por aquello de la otitis, almuerzo ayer una arepa frugal y me doy un paseo para resolver una obra menor y su papeleo correspondiente, más un favor que otra cosa. Resuelto el cáncamo vuelvo a casa para sentarme frente al ordenador y terminar un proyecto, cosa que hice, sin antes sufrir un pequeño percance que tuve que solucionar matando moscas con cañones, es decir repitiendo parte del final de la Memoria. ¿Se les ha activado alguna vez lo de "Marcas" en Word? Pues a mi anoche y no supe desactivarlo en la versión que tengo instalada. He de investigarlo con calma por si vuelve a suceder. Odio la activación de esta opción, tanto como Mafalda odia la sopa.
Bee Gees, *Spirits (Having Flown).