viernes, 26 de noviembre de 2021

FAUSTO

Me pregunto muy a menudo el porqué de la pérdida del romanticismo de mi profesión, o de la desidia generalizada que me provoca a estas alturas el ser arquitecto. Mi crisis profesional se debe a muchos factores, de algunos soy consciente y de otros ¡quién sabe! Ser arquitecto me gusta y creo, sin pecar en la inmodestia, que se me da bien. Me tomo el trabajo en serio, pero se hace tan duro en algunas ocasiones. Si en España todo el mundo lleva un entrenador de fútbol dentro, qué decir de un arquitecto. Nadie pierde la vergüenza en creerse decorador, diseñador y es recurrente escuchar la frase "la casa la hice yo, aunque me la firmó un arquitecto". Con un par. Revistas de decoración y programas informáticos, todo vale para creerse un as del espacio interior y exterior. Pero esto es lo que hay y tenemos que jugar con estas cartas.
La crisis del 2008 nos dejó tocados, casi hundidos -a muchos sí, desgraciadamente (hay estadísticas que hablan de la desaparición de hasta el 70% de los estudios de arquitectura en España entre los años 2008-2016), sin contar cómo ha aumentado la burocracia en los ayuntamientos, las exigencias de las oficinas técnicas municipales, la imposibilidad de que un arquitecto se haga cargo del total de un proyecto, la obligatoriedad de las interdisciplinas, los honorarios irrisorios, la falta de tiempo, los interminables requerimientos... Ya, rebasado el primer logro de obtener la licencia de obra que es como escalar el Everest descalzo y sin oxígeno, nos encontramos con unas direcciones de obra donde el promotor campa a sus anchas modificando el proyecto como si de salpimentar a gusto un plato se tratase, para terminar con el marrón de lograr encajar las piezas en el momento del final de obra y, sobre todo, de la primera ocupación. Lo más fácil sería pensar, ¿y por qué acepta uno estos cambios? Y si son inevitables, ¿por qué no se renuncia a la dirección de obra y asunto zanjado? La respuesta parece sencilla, pero no lo es, hay que poner sobre la mesa todo lo que implica una renuncia, sin hablar de la obvia pérdida económica. El hecho es que finalmente se suceden los modificados, uno tras otro, los visados a costa del técnico, los malos rollos con el promotor que ha olvidado convenientemente la razón de los cambios, tanta lentitud en la obtención de los últimos permisos y el sentimiento de impotencia ante el poder absolutista de las oficinas técnicas o gerencias de urbanismo. 
No discuto que el promotor que continúe hoy invirtiendo en la construcción es una rara avis, con mucha moral y hasta optimismo por lo que conlleva,  pero el mérito de los arquitectos es ímprobo. Les prometo que yo me acuesto y, hasta que caigo rendido, no hago sino darle vueltas a la cabeza a  lo que tengo pendiente en el trabajo, enumerándolo una y otra vez. Claro que cómo me defiendo yo en este mundo es otro tema que necesitaría una profunda y larga reflexión.
Éste es el momento en el que Fausto vendería su alma por dejar de trabajar.
Loquillo, *Cruzando el paraíso.

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