Mi madrina, mi madre y Lilita.
Me gusta esta palabra, llorir. La escuché en un programa de televisión, llorar y reír al mismo tiempo. Esto es lo que me he propuesto desde ayer, cuando supe la triste noticia; se había ido la madre de mi amigo fratello German. Nos conocimos hace más de 50 años -literalmente, toda una vida- y, enseguida nuestros padres se hicieron amigos. Siempre he vivido rodeado de amigos, ya sean los de mis padres o los míos propios, de manera que no entiendo la vida sin ellos. Siempre, de una forma u otra, los veo en mil lugares, participan de mi memoria, viven conmigo. De Lilita tengo tantas cosas grabadas que llorir se me hace fácil, prefiero revivir los buenos momentos que tengo grabados en esta frágil memoria que, según dicen, va yendo hacia atrás, de manera que me gusta pensar que lo bueno es lo que al final permanece.
Ir a la venida de anaga en la guagua del colegio era toda una excursión. Allí merendábamos para jugar después una partida, o dos, al Exin Basket, esperando a que me recogiese mi padre. Con Lilita, siempre moderna y avanzada, descubrí mi primera paella en el restaurante del Taburiente, donde robábamos azúcar en el office de alguna de las plantas del hotel o jugábamos, muy profesionales, con la antigua centralita de clavijas de colores. Maravillosos domingos compartimos en La Mina todos juntos, Pretty incluido; cortadillos con nata, plátanos que yo no probaba, paseos en el Autobianchi que luego heredó German, películas en el Club nadando o en el campo, diapositivas de cumpleaños, exquisiteces llegadas de Venezuela, historias de viajes, Primera Comunión, charco de Tabaiba, los veranos en El Médano... Una infancia feliz y unos lazos creados para toda la vida.
Pero la vida dicta sus reglas y son siempre las mismas, todas tienen el mismo final y a él llegaremos todos irremisiblemente. La tristeza es enorme, pero más lo es el amor y la alegría de compartir la vida. Al menos yo quiero creerlo así. DEP.
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Samuel Barber, *Adagio for strings.
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