sábado, 9 de mayo de 2020

LA BIBLIOTECA DE AUSCHWITZ


La bibliotecaria de Auschwitz: así sobreviví a cuatro campos de concentración
Dita Kraus sobrevivió a cuatro campos de concentración nazis. En uno de ellos, en Auschwitz, custodió una diminuta biblioteca clandestina. Ahora, 75 años después de su liberación por las tropas británicas en Bergen-Belsen, cuenta por primera vez su increíble historia de coraje y superación. 
Martin Doerry / Fotos: Jonas Opperskalski / Der Spiegel

Los guardias de las SS ya se habían marchado cuando los soldados británicos llegaron al campo de concentración de Bergen-Belsen, en Alemania, el 15 de abril de 1945. Los libertadores encontraron entre los supervivientes, totalmente desnutridos, a una judía de 15 años llamada Dita Polach, de Praga. La chica había sobrevivido también a los horrores de Auschwitz, donde se había encargado de custodiar una pequeña biblioteca clandestina.
Hoy Dita vive en Israel con su marido, Otto Kraus, también superviviente de Auschwitz. Ahora, esta maestra de 90 años ha reunido sus recuerdos en el libro Una vida aplazada. En sus páginas cuenta cómo ella y sus compañeros lograron sobrevivir gracias a su inquebrantable confianza en que les aguardaba un destino diferente, mejor.

XLSemanal. Durante más de dos años usted sufrió los tormentos de varios campos de concentración. ¿Cómo le sigue afectando aquella experiencia?
Dita Kraus. Los recuerdos están constantemente ahí. Pero a veces se vuelven un poco borrosos. En esos momentos te preguntas si todo aquello ocurrió en realidad.

XL. No lo dudará en serio, ¿verdad?
D. K. Se te pasa por la cabeza. En el campo de concentración alemán de Bergen-Belsen, poco después de la liberación, me grabaron con una cámara. En 2002 fui al Museo de la Guerra de Londres donde conservan películas de aquellos tiempos. Me pasé un día entero en el archivo, viendo viejas grabaciones del campo. Pero no encontraba nada, no me veía, era terrible, lo único que veía era la miseria, los cadáveres. El segundo día, al cabo de horas, reconocí a Eva Kraus, prima del que luego sería mi marido, con un pañuelo azul de lunares en la cabeza. Yo tenía uno igual.

XL. ¿Uno igual?
D. K. Sí, tras la liberación robamos un abrigo del almacén del campo, y dentro de un bolsillo encontramos aquellos dos pañuelos. En la grabación la vi a ella. Y luego por fin, a mí, con unos soldados británicos en un jeep. Paré la película, incapaz de hablar, con el corazón latiéndome en la garganta. Me había encontrado.

Dita Kraus, en 1992, en la antigua Checoslovaquia, con sus padres.

XL. ¿Qué significó aquello para usted?
D. K. La confirmación de que había ocurrido de verdad, de que mis recuerdos eran ciertos. Verte a ti misma en una grabación después de tantos años es algo físico, material. Me afectó mucho.

XL. ¿Dónde empezó su odisea?
D.K. En Theresienstadt [gueto que las SS crearon en el pueblo de Terezín, en la antigua Checoslovaquia]. A mis padres y a mí nos llevaron desde Praga en noviembre de 1942.

XL. ¿Sabía lo que le esperaba?
D. K. No, solo que muchas amigas judías y mis abuelos ya estaban allí.

XL. ¿Cómo fue la llegada al gueto?
D. K. Al principio fue todo muy caótico, a mi madre y a mí nos cambiaron de sitio varias veces, muchas noches teníamos que dormir en el suelo. Y me enteré de que mi abuelo había muerto. Las cosas empezaron a irme un poco mejor en la primavera del 43, cuando me trasladaron a la sección reservada a las chicas, donde podía estar con compañeras de mi edad. A mis padres los llevaron a los barracones de hombres y de mujeres.

XL. ¿Cómo pasaba el tiempo?
D. K. Los jóvenes trabajábamos en un huerto, también había profesores que nos daban clase a escondidas. Yo cantaba en el coro, lo disfrutaba. Éramos un grupo estupendo de chicas y chicos, muchos de nosotros nos conocíamos de Praga. Para los niños aquello era mucho más fácil de sobrellevar que para los adultos.

XL. ¿Sabían que algún día los llevarían a Auschwitz?
D. K. Del campo salían transportes constantemente, pero no sabíamos adónde iban. Solo nos decían que «al Este». Hasta el último momento confiamos en que nosotros no acabaríamos en uno de aquellos transportes. Pero pasó, fue el 18 de diciembre de 1943.

XL. ¿Recuerda el viaje a Auschwitz?
D. K. El Holocausto empezó para mí en ese momento. Las condiciones en el vagón de ganado eran inhumanas. Pasamos dos noches y un día de pie, apretados. No había espacio, ni luz, apenas aire para respirar, no había una ventana en condiciones ni un retrete, solo un cubo.

XL. ¿Y de la llegada al campo también se acuerda?
D. K. Perfectamente. El tren hizo muchas paradas durante el trayecto, pero nunca abrían las puertas. El cubo se llenó enseguida, teníamos que estar de pie sobre los excrementos de los demás. Así hasta que por fin el tren se detuvo definitivamente. Abrieron las puertas y nos cegó la luz brillante de unos reflectores. Había hombres con palos, gritando «fuera, fuera», y empezaron a sacarnos a golpes del vagón. «Las mujeres aquí, en cinco filas», nos dijeron. Más atrás había hombres de las SS con perros ladrando sin parar, les costaba sujetarlos. Tuvimos que esperar hasta la mañana siguiente metidos en un barracón, sobre un frío suelo de cemento.

XL. ¿La separaron de sus padres?
D. K. Solo de mi padre, que se quedó con los hombres. Por la mañana, a las mujeres nos obligaron a ducharnos con agua fría y nos hicieron cruzar el patio hasta otros barracones, desnudas y a diez o 12 grados bajo cero, sin toallas, empapadas. Cuando llegamos, nos repartieron vestidos viejos que iban cogiendo de un enorme montón. De otro montón nos dieron dos zapatos desparejados. Luego nos tuvieron horas esperando sin agua ni comida para hacernos el tatuaje.

XL. A los que venían del gueto de Theresienstadt normalmente los trasladaban al llamado campo familiar de Birkenau.
D. K. De ese momento recuerdo sobre todo a una mujer, su imagen me viene a menudo a la memoria. Tenía el pelo blanco y estaba de pie en la caja de un camión. Cuando arrancó, perdió el equilibrio y cayó fuera. Llevaba una especie de chal que se abrió como una vela y cubrió su cuerpo inmóvil en el suelo. Allí se quedó, con el pelo blanco extendido alrededor de la cabeza, como el halo de una santa. Nosotras estábamos a unos metros, pero no nos dejaron acercarnos.

XL. ¿Cómo fue su vida en Birkenau?
D. K. A mi madre y a mí nos llevaron al bloque 6. Había recuento dos veces al día, fuera, bajo el frío, con nuestros vestidos andrajosos. Te daban algo de sopa, pan y un poco de margarina al día, nada más. Tampoco había privacidad. Las letrinas no eran más que una larga hilera de agujeros en una base de cemento.

XL. ¿La obligaron a trabajar?
D. K. Allí todo el mundo tenía que trabajar. A mí me tocó en el bloque de los niños. Y me encargaba de los libros, no eran más de diez o doce. Tenía que entregarles los libros a los prisioneros que cuidaban de los grupos de niños. Por cierto, uno de ellos era mi futuro marido, pero él todavía no se había fijado en mí porque yo era demasiado joven.

XL. ¿Qué sucedió con su padre?
D. K. Lo veía durante el recuento y, por la tarde, en las calles del campo. Luego, un día de febrero ya no apareció. Esa noche me escabullí hasta su barracón y lo vi tumbado, en aquella especie de grandes literas de tres pisos que había. No se movía. Todavía tenía a su lado el tazón de sopa. Al día siguiente ya no estaba.

XL. ¿Por qué su madre y usted pudieron salir de Auschwitz?
D. K. La verdad es que dábamos por sentado que también nos acabarían matando. Pero un día, a finales de mayo de 1944, cerraron el bloque infantil y nos dijeron que nos mandaban a trabajar fuera. Al principio no nos lo creímos, porque siempre nos mentían. Sin embargo, organizaron un proceso de selección del que se encargó Josef Mengele, el médico del campo. Teníamos que desnudarnos de cintura para arriba y decir tres cosas: edad, número de prisionero y profesión.

XL. ¿Por qué tenían que desnudarse?
D. K. Querían ver si éramos fuertes para trabajar. Cuando llegó mi turno, dije «16», aunque ni siquiera tenía 15 años, y luego «73305» y «pintora». Cuando lo oyó, Mengele me preguntó: «¿Pintora de retratos o de paredes?». Yo respondí: «De retratos». Y él me preguntó: «¿Puedes pintarme un retrato?». Y yo, con el corazón desbocado y un miedo terrible, dije: «Por supuesto». Entonces Mengele dijo: «Pasa». En un primer momento, a mi madre no la pasaron a mi grupo, así que se volvió a poner en la fila, pero esta vez entre dos mujeres totalmente famélicas. Y tuvo suerte, la metieron con nosotras. Mengele ni se dio cuenta de que antes la había rechazado, no miraba las caras. Antes de salir de Auschwitz estuvimos un par de días en el campo de mujeres de Birkenau. Aquel lugar era terrible, mucho peor que el campo de familias. Hasta que no nos vimos sentadas en el tren y con un trozo de pan en la mano no nos terminamos de creer que no nos estaban llevando a la cámara de gas.

XL. ¿Sabían adónde las llevaban?
D. K. No. Pero en el suelo del vagón había paja extendida, podías sentarte o tumbarte, así que no parecía que fuera a ser un viaje corto. El trayecto terminó en el puerto de Hamburgo. Teníamos que retirar los escombros de los bombardeos aéreos. También rellenar los cráteres de las bombas, un trabajo horroroso. Un día, como algo excepcional, nos permitieron comer en la cantina de una fábrica, pero solo después de que se hubieran marchado todos los trabajadores. Un chico -un aprendiz, creo- se me quedó mirando y luego siguió andando muy despacio, sin apartar sus ojos de mí. Al día siguiente pasó varias veces por donde estábamos trabajando, una de ellas me hizo un gesto de que tenía algo escondido para mí. Era un bocadillo.

XL. ¿Pudo hablar con él alguna vez?
D.K. No, ni siquiera sé cómo se llamaba. Tendría 16 años. Pero en aquellos tiempos cualquier detalle positivo era muy importante. Eran cosas que guardabas en la memoria. Poco tiempo después, nos llevaron a otros campos de trabajo, en Neugraben y Tiefstack…

XL. Eran subcampos del campo de Neuengamme, en Hamburgo. ¿Su madre estuvo con usted todo ese tiempo?
D. K. Sí, pero ella se solía quedar con las mujeres mayores, yo estaba más con las jóvenes.

XL. ¿Incluso en una situación tan terrible se seguían comportando como las adolescentes que eran?
D. K. Sí, tenías más confianza con las amigas de tu edad. Las chicas siempre estábamos juntas.

XL. Pero el hecho de tener cerca a su madre sería una ayuda.
D. K. Sí, claro, estuvo siempre a mi lado hasta el final, también en Bergen-Belsen.

XL. ¿Cuándo llegaron allí?
D. K. Ya no lo sé con seguridad; quizá, a principios de abril de 1945. Pero sí recuerdo que hicimos una parada en una estación de tren y que, en el andén de al lado, había un vagón con nabos para el ganado. Nos lanzamos sobre ellos y nos los comimos. Imagínese el hambre que teníamos.

XL. ¿Qué les aguardaba en el campo de Bergen-Belsen?
D. K. Nada más llegar vimos muertos sin enterrar. En Auschwitz eso no pasaba, los cadáveres se los llevaban. Pero allí no podías salir del barracón sin pisar algún excremento o tropezar con algún cadáver.

XL. ¿Cómo afecta una experiencia así a una chica tan joven?
D. K. Te vuelves apática, insensible. No sientes nada, pierdes todas las emociones.

XL. ¿Voluntad de sobrevivir sí tenía?
D. K. Es difícil decirlo, soy incapaz de expresar lo que sentía.

XL. ¿Y su madre?
D. K. Un día ya no quiso seguir adelante. Se quedó sentada en el suelo, se abandonó. Una amiga y yo hablamos con ella, le dijimos: «No puedes quedarte así, no puedes rendirte». Y entonces volvió a recobrar un poco el ánimo. Uno o dos días después llegaron los ingleses.


XL. En los días previos a la liberación de Bergen-Belsen no quedaba comida en el campo. ¿Cómo reacciona el cuerpo al hambre?
D. K. La naturaleza sigue unas reglas concretas cuando deja de tener alimento. Sabe a qué puede renunciar: primero a las reservas de grasa, luego a los músculos. Los pechos te desaparecen, se quedan totalmente planos, el vientre se hunde, los muslos pierden toda la carne. Al final podía meter la mano entera entre mis muslos, normalmente en una mujer no hay espacio para hacerlo. El cuerpo sabe exactamente qué es esencial y qué es lo que debe conservar durante el mayor tiempo posible.

XL. ¿Y en Bergen-Belsen no había nada de comida?
D. K. Ni comida ni agua, nada. Ni siquiera sopa. La gente se ponía enferma, muchos empezaron a tener diarrea. Querían ir a las letrinas, pero ya no podían. Se sentaban en el suelo, se recostaban y se morían.

XL. ¿Qué pasó tras la liberación?
D. K. Los ingleses llevaron un vehículo al centro del campo, allí podías coger comida, corned beef, de todo. Pero mi madre fue muy inteligente. Al principio solo nos dejó tomar azúcar y leche en polvo, y muy poco a poco. Muchos murieron porque sus cuerpos ya no podían tolerar la comida.


XL. ¿Cuándo regresó a Praga?
D. K. Antes de que pudiéramos marcharnos, cogí el tifus, estuve muy mal. Mi madre me cuidó. Tuvimos que esperar más de dos meses a que levantaran la cuarentena y nos permitieran volver a Praga. Pero al final mamá también se puso enferma, tenía el vientre muy hinchado. Murió dos días después. Luego ya sí me fui enseguida a Praga.

XL. ¿Seguía viviendo allí alguien de su familia?
D. K. Una tía que no era judía y que me caía muy bien. Y, para mi enorme sorpresa, también mi abuela, que había estado en el gueto de Theresienstadt hasta el final.

XL. ¿Recuerda lo que sintió cuando volvió a ver a su abuela?
D. K. Aquel momento no fue como podría pensarse. Yo todavía seguía embotada, insensible. Luché conmigo misma, se suponía que tenía que llorar. Mi madre había muerto, mi padre también, y mi abuelo. Pero no era capaz de llorar.

‘La bibliotecaria de Auschwitz’
La vida de Dita Kraus ha inspirado ya una novela, publicada en 2012 por Antonio Iturbe. Mientras se documentaba, el autor zaragozano adquirió un libro –The Painted Wall, de Ota B. Kraus- y en el ‘mail’ de confirmación de su compra, le sorprendió la firma: Dita Kraus. Ilusionado ante la idea de que aquella joven siguiera viva, Iturbe volvió a escribirle y, con el tiempo, acordaron verse en Praga. Allí Dita le contó su historia, reviviéndola incluso juntos donde los nazis, en el antiguo Protectorado de Bohemia y Moravia, crearon el gueto de Theresienstadt. En La bibliotecaria de Auschwitz (Planeta), Iturbe rebautiza a Kraus -la llama Edita Adlerova- y se centra en narrar la historia de una joven judía que se juega la vida al aceptar trabajar en la escuela clandestina del profesor Fredy Hirsch en Birkenau como responsable de la biblioteca pública más pequeña y recóndita que existió nunca.

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