domingo, 7 de abril de 2019

JORDI Y FRANCISCO Y VICEVERSA


El Papa y el amor oscuro
Consigue con éxito el Pontífice que su campechanía esfume la dureza de corazón con la que la Iglesia juzga a quien no se ajusta a su credo.

Para las mujeres que quieren gozar plenamente de su libertad las religiones no han sido nunca un buen negocio. En cuanto nos descuidamos, los señores que predican con estos o aquellos mandamientos, nos cubren la cabeza, juzgan nuestro cuerpo como algo pecaminoso que conviene ocultar, vigilan que nuestra vida sexual tenga como único objetivo la reproducción y nos impiden controlar el sistema reproductivo. Nuestro papel más celebrado es el de madres y creyentes subordinadas; nuestro poder en los órganos de decisión de la fe es nulo. Tampoco es una filfa la religión para quien no sea varón heterosexual. Ser homosexual en la Iglesia católica es padecer una especie de trastorno, cuando no enfermedad, que se puede curar con un cursillo para que el desviado vuelva al redil. Qué curioso que habiendo servido la Iglesia como escenario de algunos pastores que actuaron abusivamente contra inocentes no se estudiara la necesidad de unos cursillos preventivos antes de ser aceptados en su seno.

El Papa es un mago: toma una concertina punzante en la mano, se conmueve, se saca un verso de la casulla como si fuera una paloma, “el mundo se olvidó de llorar”, y la audiencia se viene arriba. Incluso algunos jóvenes líderes de izquierda lo retuitean, “ha hablado un sabio”, y algunas mujeres lo defienden de esta curiosa manera: “¿Qué esperabais, chicas, que fuera un feminista?”. Es el Papa un prestidigitador. Armado del verso fácil que lo convierte en Pontífice del pueblo, consigue que unas cuantas palabras sobre la inmigración oculten aquello en lo que el Vaticano tiene más que decir: ni la libertad reproductiva de las mujeres es un asunto banal en esa Latinoamérica de la que él procede y donde lo que la Iglesia predica cuenta tanto, ni a un líder laico le perdonaríamos que definiera el aborto como la contratación de un sicario. Consigue con éxito el Pontífice que su campechanía esfume la dureza de corazón con la que la Iglesia juzga a quien no se ajusta a su credo. Cuenta con la suerte de que para hacer de polis malos ya tiene a los obispos españoles que adoptan el eufemismo, “estar con la vida”, para enmascarar su falta de piedad hacia quienes presos del sufrimiento desean morir dignamente.

Habló de las cunetas, sí, pero por el asuntillo del cuerpo de Franco, que es donde se hubiera sentido aludido, pasó de largo. ¿No tiene que decir nada un Papa que se tiene por justo de la complicidad de la Iglesia católica con el dictador? Porque parte de los abusos sexuales que están saliendo a la luz en el presente se produjeron en aquellos tiempos negros, fruto de un temible poder.

A Jordi Évole hay que aplaudirle el mérito de la exclusiva y su naturalidad. Yo no hubiera sido capaz. Aún tuve la oportunidad de percibir en mi niñez ese miedo que provocaban las sotanas con su sola presencia, dejando a un lado que si la interlocutora hubiera sido mujer se hubiera estudiado desde la hondura del escote hasta el exceso de cercanía. Entiendo la importancia de sus declaraciones por el inmenso poder que aún tiene sobre sus fieles, incluso sobre aquellos que no lo son, pero el discurso de progresía no lo compro. Y si de versos se trata, mejor acudir a quien pagó con su vida por el amor oscuro: Quiero llorar mi pena y te lo digo / para que tú me quieras y me llores / en un anochecer de ruiseñores / con un puñal, con besos y contigo.

“Soneto del amor oscuro”

Quiero llorar mi pena y te lo digo
para que tú me quieras y me llores
en un anochecer de ruiseñores,
con un puñal, con besos y contigo.

Quiero matar al único testigo
para el asesinato de mis flores
y convertir mi llanto y mis sudores
en eterno montón de duro trigo.

Que no se acabe nunca la madeja
del te quiero me quieres, siempre ardida
con decrépito sol y luna vieja.

Que lo que no me des y no te pida
será para la muerte, que no deja
ni sombra por la carne estremecida.


Federico García Lorca (1936).

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