Mañana me voy
de viaje, no muy temprano, calculo que justo después del postre, tarta. Creo que este viaje hará el número catorce, sí, el catorce, ahora me acuerdo. Si todo
ocurre como espero en poco tiempo estaré en el Caribe, buceando, buscando un
tesoro sumergido.
Hace
dos semanas volvía a casa paseando -aún no he sacado el carné de conducir-, y
en un escaparate vi el anuncio y pensé: lo quiero. Siempre he tenido mucha
imaginación, así que ya habían llegado a mi cabeza el mar, los olores a
algas, las sensaciones desconocidas. Lo mejor es que lo puedo hacer sin tener
vacaciones, pues todavía he de esperar unos meses, por lo que utilizo un método
infalible para poder lograrlo. En mis trece viajes anteriores lo he utilizado
y, hasta ahora, siempre ha salido bien, de maravilla.
Ya
saben pues que mi afición favorita, casi la única, es viajar, desde hace años,
aunque no demasiados he de decir. Viajar es algo que empiezas a hacer y ya no
lo puedes dejar, por lo menos en mi caso particular. No veo el momento de
comenzar otro desde que acabo en el que he estado metido, siempre solo, sin
necesitar compañeros de viaje ni equipaje. Deben saber que lo único que jamás
olvido es un marcador de libro.
Recuerdo
mis primeros viajes, fáciles, de aventuras, más bien cortos. Las primeras veces
estuve en la selva, visitando una comunidad de babuinos; en el desierto
buscando diamantes y desenterrando momias con un famoso egiptólogo; haciendo
montañismo en los Andes con un grupo de boy
scouts; y recorriendo Roma en bicicleta con la intención de encontrar un
valioso amuleto. Algo después dejé de ser un aventurero para viajar de manera
más tranquila. De esta época recuerdo recorrer la estepa rusa en el
transiberiano, en medio de una ventisca invernal que duró toda una semana y que
no nos permitía abandonar el tren por miedo a morir congelados; estudiando las
costumbres de los niños hindúes y tibetanos en sus casas; visitando las
iglesias templarias europeas, siempre rodeadas de un halo de misterio y fábula;
navegando hacia una base noruega entre el Cabo de Hornos y el de Buena
Esperanza, rodeados de ballenas... mi octavo viaje. El Polo Sur, supuso mi
descubrimiento del mundo animal, de la belleza de las ballenas, de los
delfines. Recuerdo haberme emocionado cuando el grupo llegó a la base antártica
y, frente a los noruegos, desplegó una pancarta que decía Save the whales!, frase que tuve que buscar en un diccionario pues
mi conocimiento de inglés era muy parco.
Últimamente
me he inclinado por viajes más deportivos, más largos, más complejos. Así
sobrevolé las Montañas Rocosas en un globo aerostático, pasé una temporada con
los navajos en su reserva del Monument Valley, celebré el nacimiento de un león
en las faldas del Mont Kenya o navegué bajo los hielos azulados del glaciar
Perito Moreno. Mañana, desde que llegue a la isla de St. Thomas, me sumergiré
en sus transparentes aguas para intentar encontrar el tesoro que allí se
esconde.
Bueno, me
despido porque estoy cansado y mañana me espera un largo y emocionante día.
Mañana cumplo catorce años y mi tía Carmela me regalará un libro, como cada año
desde que nací, y que leeré con placer. Esta vez le he pedido “El tesoro
perdido de St. Thomas”. Ya les contaré cómo ha sido.
♫
The Scrip, *Superheroes.
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