Nadie quiere a los filósofos
La sociedad debería convertir el pensamiento y la literatura
en grandes aliados del progreso.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/04/22/actualidad/1461323821_885168.html
La crisis por la que atraviesan los estudios de
humanidades no solo en España, sino en el mundo entero, era
perfectamente previsible desde los albores de la revolución industrial. Lo que
se fundó en la Grecia clásica —el amor por el saber— y se mantuvo en Roma
—la alabanza del ocio y el menosprecio del negocio—; aquello que las órdenes
monásticas conservaron durante la Edad
Media; aquello que resurgió con una insólita pujanza durante el
Renacimiento europeo, luego durante la Ilustración y en buena medida en las
universidades del siglo XIX siguiendo el ejemplo de la reforma universitaria de
Humboldt en Berlín, todo eso empezó a librar ya a mediados de ese mismo siglo
una batalla muy dura contra un enemigo de potencia no solo no prevista, sino
también incalculable. El hombre de estudio, la mujer de artes o letras, vieron,
a lo largo del gran siglo de la burguesía y de todo el siglo XX cómo la
legitimidad de su quehacer quedaba mermada y amenazada a causa del desarrollo
de la ciencia, la industria, el comercio y la técnica.
En 1872, Flaubert lamentaba el desequilibrio que un
nuevo plan de estudios para el bachillerato en Francia exhibía entre algo tan
elemental como el deporte —que ya no tenía en Europa el destino agónico que
había tenido en Grecia o Roma— y la enseñanza de la literatura, de la que
apenas se hablaba. Con mayor énfasis, escribió lo siguiente sobre el mismo
asunto: "Estoy asustado, aterrorizado, escandalizado por las gilipolleces
cardinales que gobiernan a los seres humanos. Eso es algo nuevo; por lo menos
en el grado en que se produce. Las ganas de alcanzar el éxito, la necesidad de
triunfar a toda costa —debido al provecho económico que se obtiene— le ha
minado a la literatura la moral hasta tal punto que la gente se está volviendo
idiota".
Él, como tantos otros autores que empezaron entonces a
reflexionar sobre el descrédito progresivo de las humanidades, no poseía
distancia suficiente respecto a las causas de tal descalabro. Hoy sí la
tenemos. Al auge del comercio, las ciencias, la industria y la técnica, hay que
sumarle, en los últimos 30 años por lo menos, un nuevo factor, imprevisible
hace un siglo y medio: el auge de las nuevas tecnologías. Los filósofos que
heredaron la preocupación por este asunto a la sombra de Heidegger o de Jaspers
no parecieron alarmarse cuando el fenómeno de esas brillantes tecnologías y los
ingenios digitales irrumpieron progresivamente en la vida cotidiana de todo el
orbe. La inocencia con la que se recibió ese alarde del progreso
técnico-científico se ha transformado, ya en nuestros días, en una preocupación
—solo para algunos, este es el problema—, sin que se atisbe la posibilidad de
alcanzar alguna solución. Estamos ya, propiamente, en lo que ha venido en
denominarse la era poshumana, en el bien entendido que nos hallamos en la era
en la que el ente, el ser, no es más que un flatus vocis: una nadería
nostálgica, un recuerdo de tiempos pasados en los que filosofía, religión,
moral y estética otorgaban a esa palabra un valor casi tan alto como el que se
otorgaba a Dios o a la muerte.
Esto nos lleva a analizar otros factores, no menudos, del
descrédito de las humanidades en las universidades de España y de casi todo el
mundo: la religión ha perdido adeptos en todas partes, y con ella han
desaparecido los referentes trascendentales que actuaban, con sordina pero con
eficacia, en todas las sociedades y sus cultos; los nuevos estilos musicales,
de los que los jóvenes no pueden prescindir en sus momentos de ocio, han venido
a suplantar el carácter órfico —y por ello, sagrado— de la mal denominada
música clásica; el uso universal de los teléfonos llamados inteligentes rebajan
sin pausa la inteligencia de aquellos que podrían dedicar su ocio a cualquier
otro tipo de actividad y destierran la conversación, además de haber provocado
la desaparición de las áreas de privacidad que tanto convienen al ser que
piensa y actúa mediatamente; el subsiguiente descrédito de la lectura anula la
posibilidad de que exista algo así como un imaginario subjetivo, en beneficio
del llamado imaginario colectivo, que viene a ser lo mismo que la aceptación
sumisa de la opinión común —todo lo contrario de la operación de discurrir en
primera persona—, asumida esta sin el menor atisbo de crítica; el mercado
laboral lo es de profesiones consideradas productivas y necesarias, y apenas de
las profesiones en las que el saber humanístico podría multiplicarse y
difundirse, como es el caso de la educación —hoy vencida y desarmada en España—
a todos sus niveles.
No podemos tener la certeza de que tal estado de cosas vaya
a cambiar en favor de un lugar honroso para las humanidades. Seguirá habiendo
filólogos, artistas, historiadores y filósofos; seguirá habiendo escritores y
lectores; algunos centros urbanos de difusión cultural seguirán abiertos y más
o menos activos, pero todo lo que se relacione con el ser y sus problemas
fundamentales parecerá superfluo, en estado de letargia y, en el mejor de los
casos, será escenario de heroísmo para renitentes.
A esta cuestión queríamos llegar. Los planes de estudio de
las facultades universitarias de humanidades irán a peor, en favor de las
banalidades que ha generado la era de lo llamado políticamente correcto: una
alquimia en la que se funden los feminismos y homosexualismos más insolventes
con los estudios coloniales más improductivos y las ridiculeces más espantosas
como métodos de análisis y crítica del saber humanístico heredado. Pero toda
persona vinculada a la enseñanza de las humanidades puede, si no modificar esas
tendencias disolventes de las litterae humaniores, sí otorgar a sus actividades
un trasfondo y un alcance que minen hasta los cimientos esos falsos edificios
del saber. A nuestro juicio, no hay más solución para las facultades
humanísticas que implicarlas en la vida cotidiana de la polis, o sea, convertir
las humanidades en la punta de lanza de una restauración de la política —que es
como actuar en beneficio de la ciudadanía en aquello en lo que ni las ciencias
ni las técnicas pueden hacer mucho—; transformar todas las escenas del saber
humanístico en el gran aliado del progreso espiritual de una nación y de sus
ciudadanos. Por ejemplo, enviar a los estudiantes de los últimos cursos a
comentar las grandes o menos grandes obras de la literatura universal en las
bibliotecas públicas; no obligar a los profesores a hacer gestión académica,
algo que los convierte en burócratas, sino agitación cultural más allá de sus
muros; convertir a profesores y alumnos avanzados en asesores de centros de
creación y difusión de la cultura; mandar a todos ellos a los diarios del país
para favorecer un periodismo de mayor alcance cultural; invitar a cualquier
empresario del mundo de la técnica, la informática, los negocios, y lo que sea,
a contratar antes a un graduado que, siéndolo en la profesión adecuada y
pertinente, lo sea también en cualquier rama de las humanidades, como ya sucede
en Estados Unidos, para satisfacción incluso del rendimiento de sus empresas.
Porque no es factible suponer que unos buenos estudios de humanidades (como
todavía pueden cursarse en escasos centros universitarios del mundo entero,
pues casi todos han quedado arruinados por el efecto de metodologías
"seculares") resulten suficientes para obtener legitimidad en las
sociedades actuales si no salen de las cuatro paredes de los centros
universitarios.
Su papel tendrá que ser, en el futuro, el de una rigurosa
resistencia, el de un profundo conocimiento del pasado, el de la transmisión
eficaz de ese saber antiguo en provecho del futuro antes de que todo el mundo
caiga en la "amnesia institucionalizada" de que ha hablado George
Steiner. Pero, sobre todo, si los profesionales de las humanidades
quieren por una vez actuar con sentido común y eficacia, su papel habrá de ser
el de garantes de la permeabilidad entre las instituciones sabias a las que
pertenecen y el progreso de la sabiduría, la democracia y la dignidad del ser
entre los ciudadanos de un país entero.
Jordi Llovet es catedrático de Literatura Comparada de la
Universidad de Barcelona.
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