Noche de jueves.Tengo cena esta noche, de esas que se deciden muy rápido, casi sin pensarlo. Serrat canta "hoy puede ser un gran día... y mañana también" y acabo de llegar de comprar un par de pizzas que serviré con un batido de piña o algo de vino, según apetezca. La pizzería, una cafetería de carretera de esas a) que tienen la carta más grande del mundo y b) donde puedes desayunar, almorzar, merendar y cenar desde un plato combinado hasta un trozo de tarta, está a dos minutos de mi casa y allí me dirigí en moto pertrechado con un libro para la espera que predije de unos veinte minutos, como así fue. Llegué, aparqué la moto en la puerta y entré para encontrarme en la barra a un grupo que parecía una familia y que se disponía a pagar en aquel preciso momento. La familia la encabezaba una señora bajita, rubia, de pelo largo, entrada en años, con el pecho más grande que he visto jamás, simpaticona a la par que ordinaria, que hablaba gritando, por lo que me fue imposible no enterarme de lo que allí acontecía. Se disponían a pagar, eso sí, pero antes había que llegar al total de la cuenta sumando los pequeños montoncitos de monedas y un par de billetes. La señora de pecho descomunal dirigía la operación matemática gritando: no, eso ya lo contaste; no, ahora le sumas el billete; ¡no! Terminada la labor sumatoria el grupo comenzó a dejar libre el espacio ocupado de la entrada de la cafetería pero la señora rubia no se iba, miraba hacia la puerta y hacia el dinero. Al final le gritó a uno de los más jóvenes ¡yo me quedo a esperar a la camarera no sea que alguien venga y se lleve el dinero!, justo en el momento que la camarera hacía acto de presencia en la escena. Volvió a hablar la jefa y le dijo a la camarera ¡no me refería al señor, claro! (el señor era yo y hablaba mirándome a los ojos). Yo sonreí pero no dije nada, por lo que volvió a la carga ¡no sé si el señor me entiende! Ahí sí hablé, diciendo que sí, que el señor sí la entendía y que no había ningún problema. Así, con todo aclarado, el dinero contado y el señor sin pinta de ladrón, se despidió la señora y salió sonriendo hacia la calle, donde esperaba el resto du grupo, intuyo que esperando las oportunas órdenes de la matriarca.Perdidos esos preciosos cinco minutos de lectura abrí el libro y empecé a leer con calma e intentando concentrarme pues casualmente entraban dos parejas jóvenes con sendos cochitos de niños que saludaron y a los que respondí educadamente con un ¡buenas noches! también. Vuelta al libro, mi gozo en un pozo. Un nuevo cliente, joven, que pregunta el precio de una cerveza y al escucharlo ordena una. El cervecero, que evidentemente tenía ganas de cháchara, no paró de hablar hasta que yo tuve las pizzas, las pagué y me despedí. La camarera escuchaba estoicamente la historia de no tener coche, el precio de las guaguas, la posibilidad de alquilar un apartamento en la playa con su familia y bla bla bla. Yo había cerrado convenientemente “El misterio de la cripta embrujada” de Muñoz Molina, que había sido mi elección como lectura –pobre ingenuo-, y escuchaba también las cuitas del hombre que parecían no tener fin. En cualquier caso, una vez pronuncié mi frase ¡buenas noches!, a la que él respondió lo propio, me alejé de la puerta sin saber el final de la historia. Por cierto, la familia de la rubia gritona aún estaba decidiendo qué pasos dar a continuación.Llegué a casa, puse la mesa y mis amigos llegaron justo a tiempo.
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