domingo, 15 de septiembre de 2013

QUE ESO NO SE DICE, QUE ESO NO SE HACE, QUE ESO NO SE TOCA

Que esto no se cuente
Javier Marías
13 SEP 2013 - 20:16 CET

En contra de lo que se asevera a menudo, tengo la sensación de que vivimos una época de peligroso aletargamiento de las sociedades. Se supone que gracias a Internet y Twitter y los infinitos foros, ocurre justamente lo opuesto, y los usuarios de las redes sociales se vanaglorian de no dejar pasar ni una, de poner a caldo a quien lo merezca, de protestar por todo lo injusto, de boicotear marcas y empresas; en suma, de denunciar y hacer presión y castigar. Pero yo no veo que nada de eso traiga nunca verdaderas consecuencias en lo importante, ni haga rectificar ninguna ley, ni obligue a dimitir a casi ningún cargo, a excepción de los políticos americanos infieles a su pareja y los alemanes que han plagiado sus tesis doctorales. Muy poca cosa en conjunto. Es más, tengo la impresión de que tantas voces chillando por esto o lo otro, todas a la vez, se anulan indefectiblemente entre sí o en el mejor de los casos son víctimas de su sobreabundancia y de la dispersión. Quienes gobiernan se han acostumbrado ya a ese griterío de fondo y han aprendido a hacer caso omiso de él. Una jaula de grillos en la que caben todos los grillos del universo, en realidad es conveniente que estén agrupados ahí: amortiguan recíprocamente sus indignaciones, hacen indistinguibles las justificadas y graves de las arbitrarias y leves, los clamores necesarios de las pataletas superfluas, los abusos intolerables de las cien mil sandeces que se sueltan a diario en el mundo. “Las redes están que arden”, oye o lee uno a veces, por tal o cual cuestión. ¿Y? ¿Han visto ustedes que esos incendios varíen algo en alguna ocasión? Algo significativo y de peso, quiero decir.
En cambio, me parece observar que la capacidad de influencia y contagio de los políticos y de “los que mandan” (financieros, grandes multinacionales, banqueros) no hace sino crecer, y con ella, asimismo, su capacidad para desorientar a las poblaciones. Cada vez logran más que pasen por buenas prácticas que solíamos saber que estaban mal. Desde que se desahucie y lance al arroyo a una familia por un impago al que se ha visto forzada –no por ánimo de engaño ni por mala voluntad– hasta que las condiciones laborales de la gente vayan pareciéndose insólitamente a las de los tiempos de Dickens, a dos pasos de la esclavitud. Una de las más malsanas ideas que nos están “colando” es la muy antigua de culpar a quien denuncia las injusticias y abusos cometidos por los Gobiernos, algo típico de las dictaduras, que no admiten ninguna crítica. Pero esto sucede en democracias aparentes, viejas o nuevas. Las autoridades estadounidenses, en vez de enfurecerse con los pilotos que en Irak o Afganistán ametrallaron a civiles sin la menor necesidad, vierten su ira contra el soldado Manning, que con sus famosas filtraciones permitió que se supiera de esos asesinatos a sangre fría. En vez de llamar a capítulo a la NSA por su indiscriminado espionaje en Internet, organizan una persecución contra Snowden, que reveló su existencia, si es que eso fue una revelación. La cantinela habitual en estos casos es que esas denuncias y exposiciones “dañan la imagen del país”, cuando a nadie nos habría cabido duda, hace muy poco, de que lo dañino eran los asesinatos gratuitos y “semifestivos” y el espionaje masivo, la desaforada intromisión en las vidas privadas de los ciudadanos.
En España ocurre lo mismo: “perjudican a la Marca España” (esa enorme catetada e imbecilidad) quienes publican fotos de los españoles rebuscando en los contenedores de basura, o de grandilocuentes edificios oficiales dejados a medio construir o bien vacíos e inútiles, o de aeropuertos en los que jamás se ha posado ningún avión. Los políticos no reaccionan coléricamente –como debería ser– contra quienes han llevado a que muchos no tengan qué comer, ni contra quienes han despilfarrado el dinero público en sus megalomanías personales, malgastándolo en mamotretos inservibles, o contra Fabra y Camps, que se atrevieron a inaugurar con boato “su” aeropuerto de Castellón. Son sólo tres ejemplos, entre centenares de ellos. Quienes perjudican la imagen de España son los banqueros que nos han conducido a la ruina, los gobernantes que nos saquean y expolian fiscalmente sin que además valga de nada (la situación económica general nunca mejora), la CEOE que cada vez exige más siglo XIX y más paro, los promotores inmobiliarios y alcaldes que han destruido nuestras ciudades y costas y seguirán en ello hasta que no quede un palmo de suelo sin sus adefesios. Son todos esos los que arrastran por el fango la imagen de nuestro país, junto con los incontables corruptos de los que da puntual noticia la prensa internacional. No cae sobre ellos la furia, sino que el actual Gobierno la descarga sobre quienes lamentan y denuncian sus atropellos. La consigna no es “Que esto no se haga más”, sino “Que esto no se cuente”, y lo peor es que la perversa idea se contagia a los ciudadanos. Párense un segundo a pensar: salvando las distancias, es como si, ante las atrocidades nazis, el enfado no hubiera ido dirigido hacia ellos, sino contra quienes divulgaron sus matanzas con el fin de que se castigaran y no volvieran a tener lugar. Quien se enfada con los divulgadores y cubre a los criminales y estafadores, a los derrochadores y ladrones, es que en realidad los aprueba y pretende que las injus­ticias y abusos continúen teniendo lugar.

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