sábado, 16 de febrero de 2013

UNA NOCHE EN LA ÓPERA

Rigolleto, Verdi. *Ella mi fu rapita.
(Alfredo Kraus)
Cualquiera que conozca, pongamos por ejemplo, una ciudad como Nairobi, sabrá que lo primero que se encuentra cuando sale del aeropuerto Jomo Kenyata es olor a quemado, a madera quemada diría yo. Allí no recogen la basura -al menos así era cuando viví allí-, por lo que la queman y constantemente pueden verse pequeñas columnas de humo que salen de los jardines de las zonas residenciales de la ciudad. Y les aseguro que, a pesar de tratarse mayoritariamente del humo que desprenden las basuras al arder, la ciudad no huele mal. En Nueva York pasa algo parecido, pero aquí no se trata de olores sino de sonidos: Nueva York ruge todo el tiempo, y no es ni un tópico ni una exageración; siempre hay en la ciudad un fondo de motor funcionando, seco, sordo, pero siempre presente, roto en innumerables ocasiones, eso sí,  por estridentes sirenas de bomberos, policías, ambulancias, grúas, etc. Nueva York es una ciudad viva durante el día y la noche (una ciudad que no duerme, dirían los cursis), incluso en la habitación del hotel, pertrechado tras las ventanas acústicamente aisladas por dos gruesos cristales, uno siente el sonido del que les hablo.
Este sonido desaparece al cruzar las puertas del grandioso Metropolitan Opera House, edificio impactante con un atrio gigante difícil de catalogar: lámparas gigantescas, moquetas, techos dorados y escaleras con formas imposibles. Un edificio construido en el año 1966 y que después de casi 50 años sigue siendo una joya, lo que nos devuelve a un recurrente punto de partida (y de meta): la buena arquitectura, cuando lo es, lo es siempre. Como decían al principio de la película "El vientre de un arquitecto", "la buena aquitectura se merece que la aplaudan" (en aquella ocasión los aplausos eran para el Panteón romano). Pues bien, uno atraviesa las puertas del Metropolitan, muestra la entrada (bueno, es un decir, pues ahora sólo hay que acercar un código de barras al lector y voilà) y se dispone a disfrutar del bullicio que antecede a toda ópera, un vestíbulo rebosante de gente (estamos en Nueva York, por lo que nos encontramos gente de todo tipo, abrigos de piel, sencillos jerseys, esmóquines, chubasqueros, etc.), parejas, grupos de japonenes y melómanos solitarios. En un momento, un caballero me sonríe y me dice que espera que sea un buen espectáculo. Yo le contesto que sí, que eso esperamos, que hemos venido desde muy lejos para asistir a esta ópera. Él, amable, se despide con un enjoy the production! en el momento que se abren las puertas para que vayamos ocupando nuestras localidades.

Tenemos entradas para Rigoletto, y esta será mi primera vez en el Metropolitan. Anteriormente sí había estado muchas veces en el Licoln Center, pero siempre en el exterior, y sólo conocía el interior de la tienda, donde he comprado algunos vídeos de anteriores producciones del MET. Nos acomodamos en nuestros asientos, prismáticos en ristre y, mientras se va llenando el teatro, le echo un vistazo al PLAYBILL que nos han dado al entrar y donde se comenta acerca de la ópera, de los patrocinadores Mr. and Mrs. no-se-quién, del próximo estreno, Parsifal, etc., etc., etc. El teatro está ya lleno, hasta la bandera y cuando son las 7:34pm, 4 minutos después de la hora programada, se empiezan a apagar las luces.
Da comienzo el espectáculo.
Maravilloso.

Nosotros estuvimos en el Metropolitan el martes 12, pues ya ayer, 16 de febrero, se proyectaba en HD Rigoletto, encontrando estos vídeos en youtube esta misma mañana:



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