sábado, 30 de junio de 2012

LIBROS, TABLETAS Y VICEVERSA

Pero ¿por qué lo llaman nostalgia?
Confesiones de quien prefiere las páginas de un libro, aunque le pese, a la ligereza de una tableta
JUAN CRUZ RUIZ

Guardo en una vieja estantería, en la primera estantería que tuve, algunos de los libros que me acompañaron en la adolescencia, en la infancia y en la juventud. Cuando me la hicieron unos carpinteros que amontonaban virutas al lado de mi casa, mi hermana Carmela exclamó:
-¡Eso no lo vas a llenar en tu vida!
Ahora una amiga me ha estado ayudando, en la casa de Madrid, a poner cierto orden en las sucesivas bibliotecas de mi vida, las que me han acompañado en mi juventud hasta lo que la edad dice que es mi madurez. En ese proceso he descubierto libros apasionantes que un día fueron mis libros de cabecera, y otros que había olvidado. Me cuesta tirar libros, eso me cuesta muchísimo, me cuesta tanto que jamás lo he hecho, no lo podría hacer; así que cuando hago acopio de algunos que sé que no están en el terreno de mis intereses procuro donarlos a algunas bibliotecas muy meritorias a las que los sucesivos recortes (que vienen de lejos en estos caso, las bibliotecas públicas siempre han sido recortadas) han dejado sin provisiones.
Pero aun así imagino que entre los libros que me quedan, que son muchísimos, aunque jamás he tenido la tentación de contarlos, hay algunos por los que no transitaré jamás o, en muchos casos, no volveré a transitar. Pero están ahí, son mis amigos, y algunos de ellos son amigos permanentes, insustituibles y muy queridos.
Ahora reclaman que achiquemos el espacio de los libros, que los convirtamos, para nuestra comodidad, en parte de una tableta en la cual se pueden almacenar a miles, y que de ahí se puedan obtener tan fácilmente como se extrae una cerilla de una caja. Es cierto, he visto a gente transportando miles de libros, he observado cómo los extraen y cómo se disponen a leerlos sin que les pesen un adarme. Los he visto, como es obvio, leerlos. Algunos amigos reclaman mi interés por ese sistema porque piensan que de esa manera, leyéndolos ahí, aligeraré el peso de mis maletas y tendré un innumerable conjunto de ventajas que son, además, muy aconsejables para la salud de la espalda.
Me he resistido. Guardo una tableta que me regalaron en los Reyes de uno de estos años como mi padre guardaba la dentadura postiza. Mi padre guardaba la dentadura postiza en un bolsillo, junto a un trozo de pan. Un día le preguntó mi madre por qué llevaba ahí ese apósito, junto al pan: «Para que se vaya acostumbrando», respondió él. Pues para que se vaya acostumbrando, la tableta reposa en un cajón, ahora no recuerdo si rodeada de libros.
Admiro a los que leen libros en tabletas, porque sé que han adquirido habilidades con las que yo no cuento. Saben manejar muy bien el artilugio, imagino, y hablan con mucho placer de sus consecuciones, de la calidad de sus bibliotecas móviles, y tratan de avergonzarme como reo de viejas costumbres. En algún momento califican de nostálgico mi empecinamiento librero. Nostalgia, ¿por qué lo llaman nostalgia? Es, simplemente, la decisión sobre dos opciones: una reclama que los libros sean ligeros como el aire y otra acepta que los libros sigan pesando, y optar por una o por otra no refleja animadversión alguna por la contraria, y sobre todo no desmerece a quien lee libros en uno u otro sistema. Me resulta curioso advertir cómo el soporte, lo que pesa, lo que no pesa, haya terminado siendo la sustancia de la discusión. Lo que ocupa espacio, lo que no lo ocupa. Tan acostumbrado estoy a mimar y a mantener esa geografía de libros tal como son (¿tal como eran?) en las paredes de mis casas sucesivas, que imagino que hasta mi nieto, que ahora los saca y los mete en las estanterías usando el azar como directorio de sus manejos, se extrañaría de que un día no hubiera ahí sino huecos y no hubiera volúmenes que ahora me excitan, me reclaman, me dicen que existen y que, además, yo no existiría sin ellos.
Así que, señores y señoras, sigan ustedes leyendo en las tabletas, sigan contándome historias de libros, leídos ahí o en cualquier parte, y yo seguiré cultivando el polvo que hay entre libro y libro, buscando en los del pasado y en los del presente el sentimiento que viene de ellos y que me anima a ordenar la vida, o a quererla más, en función de lo que descubro en esas páginas viejas o recientes.

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