domingo, 22 de enero de 2012

LA CENSURA

Los discos prohibidos del franquismo
Los censores de Franco mantuvieron una tenaz cruzada contra lo que consideraban deslices libertinos del pop y el rock. Eliminaban canciones, cambiaban portadas y estribillos... Un libro recopila una voracidad represora que llegó al esperpento.
Diego A. Manrique 20 ENE 2012 - 17:03 CET
 
La censura franquista tenía poder. En 1972 era capaz de obligar a los Rolling Stones a preparar una portada alternativa para el primer elepé del grupo en su propio sello, Sticky fingers (literalmente, Dedos pegajosos). La prevista, obra de Andy Warhol, ofrecía una foto del pantalón vaquero de Joe Dallesandro, con la particularidad de que la cremallera se podía bajar y se veían los calzoncillos del actor. Para España se utilizó una imagen de unos dedos que salían de una lata de melaza. Inevitablemente, la edición española -donde también se reemplazaba la dramática Sister Morphine por Let it rock- se convertiría en objeto de deseo para coleccionistas del mundo entero.
Pero los censores sobreestimaban su influencia: en 1973, tras escuchar Black licorice, una historia de amor interracial de Grand Funk Railroad, exigieron que se cambiara la letra. En vez de "me envuelve con sus finas piernas / su caliente piel negra pegada a la mía", sugirieron que el grupo lo regrabara como "me rodea con sus finos brazos / se abraza firmemente a mí", rimara o no. Dado que, para Grand Funk, España era un mercado mínimo, la propuesta difícilmente iba a prosperar. El elepé We're an American band salió aquí sin Black licorice.
Un inminente libro de la editorial Milenio, Veneno en dosis camufladas: la censura en los discos pop durante el franquismo, contiene docenas de anécdotas similares. Su autor, Xavier Valiño (Cospeito, Lugo, 1965), sabía que se ha investigado exhaustivamente la censura en el cine, en la literatura e, incluso, en la canción politizada. Sin embargo, conocíamos poco sobre los mecanismos de control de las ediciones discográficas. Esta censura, que determinaba lo publicable (o no) en España, se institucionalizó en 1966, por orden de Fraga Iribarne, entonces ministro de Información y Turismo. Don Manuel pretendía traer aires liberalizadores al país, pero ocurrió todo lo contrario en el campo de la edición fonográfica: al crear el órgano se desarrolló la función. Entre 1966 y 1977, los centinelas musicales fueron implacables y asombrosamente activos para tratarse de cuatro personas, en comparación con la plantilla de entre 25 y 30 que vigilaba los libros. Técnicamente no debía de ser tarea sencilla: carecían de reglas tan nítidas como las cinematográficas y solían ser puenteados por discográficas con acceso a sus superiores.
Valiño acudió al Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares, donde localizó montañas de expedientes que incluían las denegaciones, los recursos de las empresas y demás correspondencia oficial. Hay un lamentable vacío documental respecto a la supervisión de portadas: cabe imaginar que, debido al incómodo tamaño de las carpetas de los elepés (31×31 centímetros), seguramente terminaron en el basurero en algún traslado. Valiño se ha tomado el santo trabajo de comparar centenares de portadas sospechosas con los originales internacionales.
Algunos son estropicios famosos, merecedores de figurar en la historia del absurdo. Leonard Cohen puede recibir hoy reconocimientos oficiales, como el Príncipe de Asturias, pero en 1974 se manipuló la portada de New skin for the old ceremony, basada en un grabado del siglo XVI que hubiera encajado perfectamente en cualquier museo diocesano.
Los señores censores daban mucho trabajo a los departamentos de diseño de las disqueras españolas. En el libreto de Quadrophenia se mostraba el dormitorio del protagonista, con una pared cubierta con fotos de desnudos. Dado que The Who era un grupo vendedor, alguien tuvo que "vestir" a las descocadas modelos. Más perverso fue el tratamiento aplicado a Some time in New York City, el doble elepé de unos John Lennon y Yoko Ono radicalizados. La funda imitaba la primera página de The New York Times, con columnas ocupadas por las letras. Aparte de eliminar fotos, en la edición española, los textos fueron reemplazados por garabatos sin sentido.
No se libraba nadie. Los Brincos, grupo modélico bien conectado con el régimen, vio proscritas sucesivamente dos portadas pensadas para lo que sería su disco final, Mundo, demonio, carne. Una de ellas era un retrato del notable pintor hiperrealista Claudio Bravo, pero ¡estaban desnudos de cintura para arriba! Los Canarios también tuvieron sus encontronazos, aunque cantaran en inglés. Sus letras eran "tendenciosas", sentenció el cancerbero encargado de escrutar el elepé Libérate! Ya en 1968 se manifestaba la capacidad de Teddy Bautista como encantador de serpientes, si hemos de creerle. Enfrentado a la posibilidad de que prohibieran lo que se convertiría en su máximo momento de gloria, Get on your knees, Teddy desvió la atención de una letra que sugería una felación. Contó a los censores que pretendía "bajarle los humos" a una altiva británica a la que había conocido en Ibiza, que despreciaba todo lo español. Así se coló Get on your knees, por un alarde de patriotismo genital. Que conste que el editor del disco, el productor Alain Milhaud, no recuerda semejante contencioso.
Para ejercer de censor convenía tener un afilado sentido de la coyuntura. Valiño recuerda las cuitas de un quinteto barcelonés llamado Los No, desaparecidos de las ondas en 1966 por coincidir con un referéndum en el que el aparato franquista pedía el sí. Para más desdicha, su disco comenzaba con una canción titulada Moscovit, que en verdad criticaba la vida cotidiana en la Unión Soviética. Igualmente inoportuno fue un grupo de laboratorio llamado Doctor Pop, que precisamente en 1975 publicó el retrato de una bella noctámbula llamada Sofía, víctima de algún trauma: "Siempre se acuesta de día / va sola, sin compañía". Alguien debió de pensar que la letra podía ofender en La Zarzuela y la canción se regrabó inmediatamente como Lucía.
En contra de la caricatura de funcionarios cenutrios, algunos de estos guardianes de la moral hilaban fino. Detectaron la metáfora erótica de la serpiente de Jim Morrison en la grabación de los Doors Crawling king snake. También interpretaron correctamente la referencia a la vagina en I'm a king bee, el clásico de Slim Harpo. Exhibían conocimientos de la jerga hip cuando se empeñaban en rechazar una pieza de Ray Charles. Se enzarzaban en disquisiciones teológicas a partir de Jesus Christ Superstar, cuya banda sonora fue finalmente autorizada.
Valiño ha identificado a los temibles cuatro censores e incluso llegó a conversar con dos de ellos. Sus perfiles resultan insospechados: uno de ellos, exiliado tras la Guerra Civil, supuestamente había sido oficial del Ejército Rojo y, de vuelta en España, consiguió entrar en el ministerio por su conocimiento del ruso; otro tenía vocación literaria y aseguraba que rompió con el régimen cuando le impidieron la publicación de un libro, refugiándose en Francia. Carecían de motivaciones ideológicas: era "un trabajo más".
Cierto que sus penalidades personales no justifican su voracidad represora. El estudio de Valiño sirve como catálogo de monumentales aberraciones. Enfrentados a letras poéticas o misteriosas, inmediatamente imaginaban blasfemias o referencias a la homosexualidad, la prostitución o la mítica subversión. Veían la sombra del comunismo donde seguramente solo había algún eco del jipismo o una torpe expresión juvenil.
Hay que entender que se jugaban el cargo. Y cometieron pifias como dar el beneplácito a Je t'aime... moi non plus, de Serge Gainsbourg y Jane Birkin. Circulan diferentes versiones sobre ese despiste. Quizá hubo picardía de la discográfica al presentar el tema como "instrumental" y eliminar el desnudo de la inglesa. Otra explicación es que los señores censores no escuchaban los discos en cuestión, realizando su labor a partir de transcripciones de las letras proporcionados por las editoras, no siempre con sus traducciones. Y allí no se consignaban los jadeos.
El sello Hispavox sufrió una de las más humillantes intervenciones de la censura. La distribuidora poseía los derechos para España de uno de los éxitos más contagiosos de 1972, American pie, de Don McLean. Se trataba de una parábola sobre la evolución del rock, pivotando sobre el accidente de avioneta que acabó con las vidas de Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper, a los que McLean denominaba "el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo". La Dirección General de Cultura Popular se negó a bendecir semejante irreverencia y se llegó a una solución de compromiso: editarlo con un pitido que tapaba las palabras "ofensivas".
Los archivos de Alcalá guardan una correspondencia alucinante donde se discutía sobre el escaso nivel de inglés de los españolitos, la dificultad de traducir el slang o la tolerancia del pacifismo como ideal. Tras la muerte de Francisco Franco, la censura perdió fuelle, aunque sus colaboradores siguieron en nómina. El elepé Zuma, de Neil Young, fue publicado íntegro, con la única modificación de disimular el título de Cortez the killer, donde se acusaba a Hernán Cortés de genocida, rebautizado como Cortez Cortez. Para entonces, los tijeretazos hasta se habían convertido en argumento de mercadotecnia: la reedición en 1976 de Rock'n'roll animal, de Lou Reed, proclamaba orgullosa que incluía el anteriormente denegado tema Heroin.

El antes y el después de pasar por la censura.

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