miércoles, 21 de septiembre de 2011

UN PINTOR MODERNO

A la izquierda, Rosa Meissner en el Hotel Rohn, Warnemünde, fotografía de Edvard Munch que le sirvió de modelo para su óleo Mujer llorando (derecha). Ambas, de 1907.
Munch se mira en el espejo del siglo XX
El Centro Pompidou descubre la etapa madura del autor de 'El grito' - La muestra, que incluye fotografías y filmaciones, incide en el afán de modernidad del pintor.
ANA TERUEL - París - 21/09/2011

En el gran relato del arte moderno, tan unívoco, suele hurtarse al espectador la madurez del pintor que profirió el grito más angustioso de la historia. El noruego Edvard Munch (1863-1944) realizó un brillante viaje de transición al siglo XX, como viene a demostrar la muestra que le dedica el Centro Pompidou y que promete cambiar nuestra percepción sobre la vida y la trayectoria del artista expresionista. El aparato teórico gira en torno a un punto de partida que se antoja lógico. Munch vivió más la nueva centuria que la vieja y murió el mismo año que algunos de los creadores que definieron la explosión irrepetible de las primeras vanguardias, como Piet Mondrian o Vasili Kandinsky.
La muestra, planteada con la ambición marca de la casa, se aventura aún más lejos: "Nuestro objetivo es mostrar a otro Munch que destacó como artista de varias disciplinas, que se adentró en los terrenos de las nuevas artes como la fotografía y el cine", recuerda Angela Lampe, comisaria de la exposición junto a Clément Chéroux. "No pretendemos borrar la angustia por la que es conocido, y que está presente en su obra, pero queremos desplazar el foco para mostrar que hay también un Munch muy moderno", añade Chéroux.
Se han reunido aquí más de 140 obras entre lienzos (60) y fotografías (medio centenar). El Munch del último estertor decimonónico sirve de trampolín para zambullirse en el más moderno. No está El grito; las dos versiones de la obra maestra, tan codiciada por los ladrones de arte internacionales, se conservan en Noruega y nunca abandonan el país. Sí se encuentran en cambio algunas de sus obras más famosas, como la primera versión de todo un icono del siglo XIX, Pubertad (1894-1895), así como Las muchachas en el puente (1901) o La niña enferma (1896), copia de un original en el que él mismo fijó el inicio de su carrera artística.
Ya desde la primera sala queda clara la obsesión del artista por la repetición en busca del resultado perfecto. Lo hará en particular con los dúos El beso y Los vampiros, de los que realizará una decena de reproducciones a lo largo de los años. Hay algo ciertamente hipnótico en la contemplación de la misma pareja que se besa obsesivamente en una danza de espejos en la que los rostros acaban por fundirse en uno solo.
La figura que reiteró de forma más compulsiva -en una serie realizada en 1907- fue, con todo, la célebre e intrigante Mujer llorando, de la que realizó seis pinturas (cinco de las cuales se exponen en la muestra), varios dibujos, una fotografía e incluso una de las muy escasas esculturas que se le conocen. Munch no llegó a explicar el significado de aquella silueta desnuda, de pie junto a la cama, con el pelo recogido en un moño alto y la cabeza inclinada hacia adelante que esconde su cara. Sí se sabe que la escultura estaba en un principio destinada a adornar su propia tumba.
El insobornable romance del artista con la modernidad queda también reflejado en la influencia de la fotografía y del cine en su obra. El movimiento del retrato del abogado Thorvalt Lochen (1917), con un pie delante del otro, recuerda a las instantáneas de las revistas a las que Munch estaba suscrito (de nuevo, otra promesa de la modernidad) y que a partir del siglo XX se llenan de retratos callejeros en los que los modelos se mueven como sombras animadas llegadas del futuro.
No extraña, por tanto, que planee por la trayectoria de Munch en esta época la promesa (omnipresente en la cultura de la época) del cine de los hermanos Lumière. Se siente en el dinamismo que desprende del cuadro Obreros volviendo a casa (1913-1914), en el que las figuras se acercan al espectador con afanes cinemáticos. No fue esta la única referencia al nuevo arte en el Munch maduro: el artista noruego escenificó su pelea de 1905 con el joven pintor Ludvig en una secuencia de cuadros que reflejan diferentes momentos del altercado, como en una película.
La influencia del teatro queda sobre todo reflejada en una serie de pinturas que realiza en 1907, titulada Habitación verde. Munch, que trabajó con Max Reinhardt, pinta en ella una sucesión de cuadros en la estela del teatro intimista, donde la escena es una habitación cerrada a la que le falta una pared para entrar en el universo de los personajes.
Con la fotografía, el artista fue más allá de la permeabilidad de la influencia. Se empleó a fondo con ella como forma de expresión. En 1902 se compró ya una pequeña cámara Kodak con la que realizó gran cantidad de autorretratos: en su estudio, en su jardín o en una habitación anónima de hotel. También retrató sus pinturas o lugares clave de su existencia, como la casa de su infancia o el patio del edificio en el que murió su madre víctima de la tuberculosis.
La muestra también rescata un pequeño vídeo de algo más de cinco minutos, en el que Munch rodó escenas tomadas de la crudeza de las calles en Alemania y Noruega. Una prueba de su curiosidad por este nuevo arte tecnológico queda en la memoria del visitante cuando deja atrás la arquitectura anacrónicamente futurista del Pompidou. Se trata de una escena en la que Munch se acerca al objetivo y se mira en él como si fuera un espejo. El espejo del siglo XX.

No hay comentarios:

Publicar un comentario