lunes, 22 de agosto de 2011

UN CUENTO DE JUAN CRUZ

De cuando Eva encontró a 'Rita'
JUAN CRUZ 22/08/2011

La primera vez que vi a Rita, la perra, ya había despertado a toda la casa.
Estábamos estrenando casa en la playa, en El Médano, y Pilar cuidaba todos los detalles como si nos fuéramos a quedar aquí toda la vida. Yo estaba en un cuarto, escribiendo, precisamente, de algunos recuerdos que tengo de Dolly Onetti y de Onetti, cuya perra, La Biche, le mordía los tobillos al escritor. "Por eso no me levanto de la cama", decía Juan Carlos, "porque me muerde La Biche".
Eso estaba contando en mi escritura cuando se oyó la voz de Pilar, gritándole a Eva: "¡Pero adónde vas con esa perra!".
Entonces bajé a ver. No sólo estaba allí, echada, quizá hecha un manojo de nervios; es que ya tenía nombre. Se llamaba Rita, eso había decidido Eva mientras la traía de la playa, mojada aún, "una perra abandonada por unos belgas", entendí, uno de los numerosos perros que dejan en la costa la gente que se encapricha con ellos como si fueran juguetes que ya no quieren más.
Allí estaba, era Rita, ya sería Rita siempre. La madre se calmó pronto; la ocurrencia de Eva, traer la perra a la casa, solo desataba problemas administrativos, cómo la trasladas en el avión, cómo la vas a cuidar; pero Rita miraba mientras tanto, desde el rincón donde estaba, arruinada por la incertidumbre y el cansancio de un camino que ya parecía tener reposo en esta casa donde ahora la recibíamos todos como si fuera un mensaje.
Una perra en la casa. Era una perra cruzada de mil razas, seguramente, aunque la gente, que tiene ojos de veterinario, le buscó en seguida los más variados orígenes ciertos, hasta que alguno estableció la mezcla: es pastor alemán cruzado con podenco canario. Nosotros tuvimos, en mi infancia, una perra que llamamos La Perrucha, que era como La Biche de Onetti: le mordía a mi padre en las canillas, pues en Canarias decimos canillas cuando queremos decir tobillos, y canillas dicen también en Argentina.
La Perrucha tenía el pelo blanco, de una blancura casi cegadora; cuando más ladró, y ladró hasta que mi madre dejó de llorar, fue cuando mi hermano Paco tuvo un accidente que no fue mortal solo porque un tío mío corrió más que nadie por aquellas carreteras polvorientas, hasta que puso el cuerpo del chico a disposición del cirujano don Alfonso Soriano, que lo salvó de milagro. Pero mientras eso ocurría, en mi casa solo se oían los llantos de mi madre y los ladridos de La Perrucha.
Así que Eva trajo otra perra a mi vida. Es curioso, otra perra, no un perro, no un lobo, un macho que ladre, sino una perra. Desde entonces, Rita creció como un ágil habitante de las casas; nos recibía a cada uno como si viniéramos de una distancia de siglos, y siempre se ha alegrado tanto de las compañías humanas que he llegado a pensar que si la generosidad de trato tiene un símbolo mayor este está en la mirada de los perros, pues no quieren nada, te lo dan todo, y se alegran dándotelo.
Por eso bendigo el día que Eva se encontró con Rita.

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