viernes, 29 de abril de 2011

EL CORTADOR DE CÉSPED

Mis dos mayores y confesables placeres son, por este orden, los perros y cortar el césped. Ahora, si logro aunarlos, la felicidad es completa. Salir al jardín, montarme en el pequeño tractor corta-césped y tener a mis perros correteando alrededor mientras la hierba va menguando, me permite evadirme de la realidad durante, seguramente, los mejores momentos del día.
A medida que recorro la gran extensión verde que separa la casa de la calle me sumerjo, cada vez más profundamente, en mis pensamientos, preguntándome qué sería de aquel compañero abusón de mi época de colegio, después de tantos años. Lo imagino calvo, sin dientes, amargado, divorciado, y con tres hijos que no le dirigían la palabra desde aquella ocasión en la que osó ponerle la mano encima a su mujer porque la cena estaba fría. Me contó un amigo común que había caído en el alcoholismo y últimamente se mal ganaba la vida vendiendo enciclopedias puerta a puerta. Recuerdo también a mi vecina de soltero, a la que le gustaba vestir con abrigos de piel de visón desde que el termómetro bajaba unos grados. La noticia se comentó en los periódicos locales durante una temporada por lo insólita. La habían encontrado en el salón de la casa con la cara destrozada. Sólo su ama de llaves sabía, pues era ella quien la había encontrado, que sus abrigos de visón la devoraron sobre la alfombra persa, empezando por la boca para que no pudiese pedir ayuda. Después de cuarenta años de servicio era la primera vez que disfrutaba de verdad con su señora, aunque esta vez ella poco tuviese que ver. O el grupo de cotillas oficiales de la ciudad, con los que solía coincidir recurrentemente en algunos eventos sociales y donde siempre encontraban la más mínima ocasión para sonsacarme información, siempre amables y educados. A todos ellos les hubiera preparado con sumo gusto un largo crucero sin billete de vuelta. Estaba también el vecino de la manzana de encima que había abandonado ya a tres perros, siempre justo antes de las vacaciones estivales, y que llevaba dos años sin salir de su casa. Sus allegados, desconocedores de sus crueles hábitos caninos, lo achacaban a una agorafobia súbita, aunque la verdad era que cuando se cruzaba con algún perro por la calle creía ver en su mirada un odio visceral y lo imaginaba listo para saltarle al cuello. A él le deseé durante mucho tiempo una enfermedad incurable, horrenda idea según mi mujer, que me decía ¡pero cómo puedes pensar esas cosas!, a lo que siempre respondía: si tuviese el poder para que mis pensamientos se hicieran realidad otro gallo nos cantaría...
Aún me quedaban algunas zonas de césped por cortar, qué delicia. A lo lejos se veía movimiento de la ciudad, aunque yo prefería abstraerme y disfrutar de la felicidad que me proporcionaba el pasear sobre el lento y parsimonioso aparato mecánico con mis perras.
Muchas veces me entretenía observando discretamente a los viandantes que se paraban frente a la valla para admirar el extenso jardín, asignándoles diferentes vidas a cada uno: El señor mayor, antiguo astronauta, que una mañana despertó descubriendo que le daban miedo las alturas y que se dedicaba a dar de comer a las palomas en los pocos parques donde no lo miraban como un bicho raro o donde no estaba expresamente prohibido.
La señora pintada, siempre como recién salida de la peluquería, a la que su marido había abandonado después de 28 años de matrimonio al enamorarse de la cajera del supermercado de la esquina de su casa porque, según decía él, le había deseado un buen día como nadie hasta ese momento. Su mujer, la misma noche en que se encontró sola en su lujoso piso del centro, comenzó a planear cómo recuperar el tiempo perdido contratando, de entrada, un “jovencito de compañía” por toda una semana.
O el que seguro era paseador de perros, que durante las tardes se recorría la ciudad caminando despacio mientras leía a Virginia Woolf para recitarle capítulos completos a su novia como si de poesía se tratara.
Por la esquina izquierda aparecían en eso momento dos niños de la mano, que llevaban atado una pequeña gata con cascabel en el cuello, que daban vueltas a la manzana para escapar de sus casas y de sus padres. Los niños dejaron su hueco en la valla a un señor alto con traje y sombrero gris marengo y un agujero en el calcetín derecho, justo debajo del talón. Se colocaba nerviosamente el pañuelo de su chaqueta mientras miraba de un lado a otro, esperando volver a ver a la vendedora de globos que le había robado el corazón hacía tres años y a la que creyó volver a ver, de lejos, una mañana frente a mi jardín.
La máquina seguía ronroneando, con un amago de pararse que resultó ser una falsa alarma; seguramente tendría que ponerle gasolina de un momento a otro.
Me vino a la cabeza en ese momento aquel impresentable personaje al que conocí durante una cena seria y que hablaba de mujeres continuamente, normalmente en tono despectivo y machista, mientras escupía, sin parar de atusarse el peluquín. Al escucharlo siempre pensaba en su pobre mujer, a la que suponía una santa o una demente.
Así mismo recordé aquel hombre, ya mayor, que siempre llevaba prendida en la solapa de su chaqueta una insignia en la que podía leerse una consigna homófoba, al que había conocido en una conferencia algunos meses antes. El mismo señor que, por el rabillo del ojo, repasaba, de arriba a abajo, al joven musculoso repartidor de periódicos del barrio. Éste, al darse cuenta una mañana, se paró frente a su puerta y le preguntó si quería algo de él, a lo que rápidamente había respondido ¡qué bonita tu bicicleta!
La máquina seguía funcionando y poco a poco el césped recuperaba su tamaño perfecto. Escuché a lo lejos la melodía de un teléfono móvil muy parecido a la que en su momento había asignado al número de un amigo y que inexplicablemente había desaparecido de mi vida sin dar explicaciones por ello. Con él era prácticamente imposible mantener una conversación de más de dos minutos sin que saltaran chispas. Lo tenía todo en la vida, era guapo, tenía un buen trabajo y una familia que le quería. Aún así vivía amargado y había alguien que decía que lo había visto reírse alguna vez. Yo, la verdad, lo dudaba.
Esa misma mañana me había vuelto a cruzar con la mujer del despacho de la esquina, que tampoco sonreía nunca, no sé si por problemas faciales, por seriedad o por ambas cosas. A la pregunta de inevitablemente respondía, moviendo los brazos, ¡fatal! Tenía una sobrina, según me había contado una mañana que se debía sentir dicharachera, pelirroja y muy guapa a la que no le gustaba su trabajo -sería cosa de familia-, pero el cual le servía para adquirir un paraguas en cada ciudad que visitaba y que, por obra del destino, había terminando viviendo en un lugar donde nunca llovía.
La semana que viene, si tuviera tiempo para sentarme de nuevo en el pequeño tractor a cortar el césped, seguramente volvería a encontrarme frente a la valla a un nuevo e interesante grupo de personas al que estudiar, pensaba mientras le daba vueltas a una idea que me rondaba por la cabeza en las últimas semanas, la desaparición de los circos con animales. Así, cuando imaginaba a un elefante levantando por los aires al domador me di cuenta cómo se acercaba desde lejos, con paso firme y cara circunspecta, aquel hombre de mediana edad que trabajaba conmigo desde hacía casi cuatro años, quien irremediablemente había terminado con la tranquilidad de mi motorizado paseo: ¡Señor!, ¡señor Presidente!, tiene sólo cuarenta y cinco minutos para cambiarse, el Air Force One despegará en una hora.

Lanzarote, 6 de noviembre de 2010.

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