sábado, 23 de abril de 2011

DEMENCIA

No hay duda de que Aznar López vive en un permanente estado de malhumor. Sus últimas declaraciones como conferenciante español de derechas en el extranjero y las ultimísimas en Estepona fueron tan asombrosamente incomprensibles que sirvieron para que algunos nos planteáramos la posibilidad de comprenderlo. Se trata de un ex presidente de Gobierno que, reincidentemente, habla mal de su patria en el extranjero y en casa y denigra, calumnia y envilece, de forma sistemática y compulsiva, al presidente que democráticamente le sustituyó. Y esto lo hace obedeciendo ciegamente a los expertos USA asesores de su FAES. Le dijeron que, para recuperar el poder perdido en 2004, la gran estrategia es insultar, denigrar, dejar en ridículo a quien ahora tiene el poder, destacar exageradamente sus fracasos e ignorar absolutamente sus aciertos. En fin, le explicaron que no hay táctica más eficaz para hundir a una persona o a un presidente que el ataque ad hominem paciente y constante, negándole, además, el pan y el agua hasta verlo morir odiado por una masa contagiada e hipnotizada. La FAES y, por ende, Aznar López, han dirigido escrupulosamente la estrategia del PP como principal partido de la oposición. La oposición del PP en estos siete años de gobierno socialista ha sido vergonzosa y vergonzante, jamás ha sido una oposición racional y razonable y siempre fue y sigue siendo una oposición emocionalmente incontrolada e incontrolable, proyectora de rabia y de pésima frustración.
Con Aznar López ocurre que ni la comprensión verbal, ni la lógica, ni siquiera la comprensión empática son instrumentos eficaces. Con el único tipo de comprensión con la que puedo comprenderle es con la comprensión diagnóstica. Aznar López presenta toda la sintomatología y toda la semiología de un complejo de Napoleón, en su doble versión de Napoleón Coronado y Napoleón Destronado. Durante sus ocho años como presidente de Gobierno ejerció su complejo de Napoleón Coronado. Enriqueció a las arcas del Estado y a los españoles con monedas de aire, procedentes de la burbuja inmobiliaria, que él infló con tal fuerza que perdió la visión de futuro. Construyó un encandilante rascacielos sobre base de arenas movedizas, del que se sintió orgulloso y, cuando éste empezó a desmoronarse, miró silbando para otro lado. Luego, también ejerció de Napoleón Coronado cuando se empenicó a la altura de Bush y Blair en las Azores, declarando la guerra a Irak, en contra de la ONU, en contra del Rey, en contra de su Papa y, sobre todo, en contra de la inmensa mayoría del pueblo y en contra del Parlamento. No envió soldados porque sus superiores no se los pidieron. Cuando, a causa de esa guerra mentirosa y a causa, también, de sus engaños en la gestión del 11-M, el pueblo le quitó la corona, apareció la otra fase de su complejo, la del Napoleón Destronado. En esta versión del complejo aumenta peligrosamente la tensión psíquica por la acumulación de rabia, de ira, de sed de venganza; pone en práctica, de forma obsesivo-compulsiva, técnicas indecentes para demonizar la imagen de su sucesor; avanza hacia la ausencia psicopática del sentimiento de culpa; se obnubila su conciencia cívica y el sentido del ridículo hasta identificarse con un malvado payaso; mezcla la incontinencia verbal con la confección de cadenas de sofismas, casi bien hilvanados; no siente que ha perdido el poder, sino que se lo han arrebatado injustamente, y esto le carcome. Lo peor es que este complejo napoleónico supone un gasto tan ingente de energía que acaba por demenciar y cretinizar a Napoleón en su doble versión. Ambos son malos y engendradores de maldad; pero ¿quién es peor, un Napoleón Destronado en la oposición o un Napoleón Coronado en el Gobierno?

Jaime Llinares Llabrés.

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