domingo, 20 de febrero de 2011

NUESTRA CRUZ

Maruja Torres no es santo(a) de mi devoción, o al menos no siempre. Pero como al César lo que es del César, no puedo dejar de estar más de acuerdo con el artículo que ha escrito hoy en su columna dominguera de El País Semanal; columna que reproduzco.
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Mayor Oreja o la cruz
MARUJA TORRES 20/02/2011
Ganas me entran de creer en la Bruja Mala cuando me reconcomo pensando que Iñaki Gabilondo ha desaparecido prácticamente de nuestra cotidianidad, mientras no pasa día en que no nos tropecemos con ese otro donostiarra que ni nos tranquiliza ni nos informa ni nos hace el más mínimo bien, y que atiende por el nombre de Jaime Mayor Oreja.
Frecuenté durante un tramo de los ochenta a este hombre con aspecto de rey godo, cuando yo trabajaba en Cambio 16. Me tocó seguir una campaña o dos de su tío, Marcelino Oreja, de las que don Jaime era el jefe de comunicación, y más adelante de él mismo. Por entonces, tanto Marcelino como su sobrino –los dos procedentes de una tradicionalista familia empresarial– iban de centristas. Y es posible que lo parecieran, dado el percal reinante, todavía. Venían los dos de UCD, pero sobre todo venían de sí mismos, de su raigambre y su religiosidad arcaica.
Ésta, la de periodista, es una peligrosa profesión, y durante aquellos días tuve que asistir a unas cuantas misas que daban fe de la ídem religiosa de aquellos parientes. Recuerdo a Jaime Mayor como un tipo cordial, cuya mirada escondía una dureza que, por aquel tiempo, sólo afloraba cuando se refería a la ETA. Tenía unos ojos astutos. Recuerdo que le llovía la caspa sobre las hombreras de sus americanas oscuras –la última vez que le vi en persona, hace diez años, le seguía lloviendo; no sé ahora–, y que tenía guardaespaldas muy macizos, tema sobre el que yo le bromeaba sin escandalizarle, aparentemente. También recuerdo que los reporteros no le teníamos demasiado en cuenta como político. Era “el sobrino” del otro Oreja.
Con el tiempo, le he ido viendo hacerse una triste reputación propia al enrocarse en esa ferocidad hispana y sanguínea de los que siempre están dispuestos a saltar a la grupa de un caballo para perseguir a una presa. Imagen que no contrasta con la que exhibe en su calidad de parlamentario europeo (de esa derecha europea, tan rancia), vestido de oscuro, con corbatas clásicas. Cuando pienso en su cerebro me lo represento como una chaqueta masculina de botonadura cruzada y dos cortes detrás.
Resulta notable que, de la dictadura, nos haya quedado como remanente de refuerzo –entre otros goces y martirios piadosos– este caballero que se considera a sí mismo democristiano, pero que no condena el franquismo. Con lo cual, su democracia se convierte en una máscara, y su cristianismo, en genuino nacionalcatolicismo. Cuando ahora le veo echarse a la calle, siempre por una causa u otra de lo más ultra, siempre con la también casposa derechona, me acuerdo de lo que es el hombre sin atributos y del mono desnudo, y pienso en quién sería Jaime Mayor Oreja si no tuviera detrás a toda la carcunda española que él representa hasta físicamente. Quítenle la cota de mallas, aféitenle la barba, sáquenle el crucifijo: se queda en nada.
Los hombres y las mujeres avanzamos como podemos en el camino de nuestra vida, intentando modificar los surcos que nos fueron trazados para el viaje o aceptándolos, ya sea cariacontecidos pero incapaces, ya sea con gratitud. Mayor Oreja sigue el sendero del orejismo llevándolo a sus penúltimas consecuencias. Ojalá no lo lleve a las últimas. Porque puede constituir un terrible chasco para él que, después de todo, después de tanta religión y tanta observancia –fue uno de los que no asistieron a la ceremonia civil del segundo matrimonio de Álvarez-Cascos, pero sí al banquete–, se muera y descubra que Dios existe y que no le gustan los intolerantes.
También puede ocurrir que, en el fondo, no tenga fe alguna, y de ahí su seguridad y su perseverancia en –como decía Chus Viana, que fue mano derecha de Suárez en UCD– maquinar maldades, igual que su tío, después de ir a misa de ocho todos los días.
O tal vez todo proceda de las toñas –en palabras de un participante de eskup.elpais.com que me ha facilitado el dato– que le arreaba de pequeño el hijo de su jardinero, mayor que él y que con el tiempo se convirtió en un capo militar etarra.
Su éxito: ser nuestra cruz. Lo sabe. Y le gusta.

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