Mi amigo Juanma me nanda desde Las Palmas este interesantísimo y optimista artículo que raudo comparto.
La pacificación de las costumbres
Jorge San Miguel 16 de enero de 2011
http://politikon.es/neoconomicon/2011/01/16/la-pacificacion-de-las-costumbres/
La pacificación de las costumbres
Jorge San Miguel 16 de enero de 2011
http://politikon.es/neoconomicon/2011/01/16/la-pacificacion-de-las-costumbres/
El 2 de septiembre de 1685, la dama Alice Lisle subió al cadalso y fue decapitada en Winchester. La buena señora tuvo suerte: rea de traición tras acoger a dos fugitivos de la Rebelión de Monmouth contra Jacobo II, la pena que le correspondía era la hoguera, que le fue conmutada por una opción más piadosa. Otros procesados durante los Bloody Assizes fueron menos afortunados: de los cientos de condenados a muerte, muchos sufrieron el castigo completo para los traidores varones, hanged, drawn and quartered, que a los fieles lectores de Neoconomicón les sonará.
Por supuesto, la brutalidad de los castigos no era privativa de Inglaterra ni del siglo. Cuando Michel Foucault quiso trazar la distinción entre penas antiguas y modernas en Vigilar y castigar, no se le ocurrió mejor retrato de las primeras que la ejecución del regicida frustrado Damiens, despachado chapuceramente en 1757 con la versión francesa del show, que requería cuatro caballos de tiro. El caso, ocurrido en pleno apogeo de las Luces, constituyó ya desde la misma época una cause célèbre citada por Paine y Casanova, signo de la evolución de la opinión ilustrada desde los días de Samuel Pepys y su famosa estampa del suplicio del general Harrison -que el lector encontrará en el post enlazado arriba. No perdamos de vista que la guillotina se desarrolló en las postrimerías del reinado de Luis XVI, aunque no debutaría hasta una vez depuesto el rey, por la creciente demanda de un método de ejecución menos brutal que la rueda. Tampoco era preciso atentar contra un monarca ni enarbolar la bandera de la rebelión, ni siquiera matar, para dar el último paseo hacia el Oeste: a lo largo de los siglos, legiones de infortunados fueron ejecutados por robo, allanamiento, bandolerismo o falsificación, sin contar delitos de opinión y herejías. Como refiere Niall Ferguson en Empire, a partir de 1717 ciertos delitos menores se castigaban en Inglaterra con siete años de deportación a las colonias; conveniente alternativa a los azotes o la marca con el hierro, que permitía al Estado poblar los territorios vírgenes y a los terratenientes nutrirse de una fuerza de trabajo semi-servil en forma de indentured servants. En el caso de las penas de muerte conmutadas, el período era de catorce años.
Hasta la Ilustración no parece que los castigos cruentos hayan provocado muchos quebraderos de cabeza morales: se aceptaban sin más como parte del orden social, y se trataba más bien de evitarlos a título personal, por motivos obvios, que de poner en cuestión su necesidad o la lógica de la que emanaban. Guy Fawkes tuvo éxito al romperse el cuello arrojándose desde el cadalso para evitarse la molestia de asistir a su propio evisceramiento; y se refiere de uno de los acusados por el “crimen” del Santo Niño de la Guardia que trató en vano de amputarse el pene para no ser reconocido como circunciso y eludir la hoguera. En los casos en que el espectáculo se acortaba por un motivo u otro, el público solía abuchear -motivo por el que los asistentes a la primera ejecución por guillotina, decepcionados con la rapidez y limpieza del mecanismo, pidieron a gritos la vuelta de los métodos de siempre. Por otra parte, como en los toros, el respetable castigaba también la impericia de los verdugos que alargaban o ensangrentaban más de la cuenta el trance.
Durante la carnicería de Damiens, los acompañantes de Casanova le explicaron al asqueado veneciano que el horror hacia el crimen del reo les impedía sentir compasión por él o conmoverse por sus gritos. Incluso aceptando este argumento en alguna medida, y añadiendo la deshumanización de la víctima que el odio de clase en una sociedad estamental pudiera provocar -en ambas direcciones de la jerarquía-, no parece suficiente para explicar la omnipresencia de los castigos cruentos en el mundo premoderno, o que a los aprendices londinenses se les concediese el día libre para asistir a las ejecuciones en Tyburn. Hace unos años, mientras me documentaba sobre terrorismo islamista, tuve el dudoso placer de ver algunos vídeos de decapitaciones en Iraq, como la de Nick Berg, y creo que están en el límite de lo que el occidental medio puede tolerar -no tanto por lo que se ve como por lo que se oye. Ni siquiera en el caso de asesinos en masa como Eichmann, Moussaoui o Zougam, o de versiones modernas de Damiens como el reciente pistolero de Arizona, podemos llegar a concebir una violación del cuerpo humano como la rotura en la rueda o el hanged, drawn and quartered. El rechazo de los castigos cruentos, incluso de la misma pena de muerte a despecho del método, es un signo inequívoco de la pacificación de las costumbres operada en la modernidad; como lo es también la progresiva eliminación de los espectáculos sangrientos con animales, antaño tan universales como los primeros (véase otra vez el post enlazado).
Un cambio tan drástico en la percepción del dolor ajeno requiere una explicación que vaya más allá de las habituales vaguedades sobre el progreso moral de la civilización. Para los que, antes que apelar a un Espíritu del Mundo hegeliano, tratamos de buscar el sustrato material de las grandes transiciones, este post reciente ofrece algunos datos para la reflexión. Se centra en la demografía de Roma, la sociedad que con más o menos razón admitimos como nuestra predecesora, y de la que proceden buena parte de nuestra cultura política y nuestras ideas sobre el derecho. Pero que también recordamos por los juegos gladiatorios y por haber perfeccionado la crucifixión. Durante toda su existencia, y a pesar de alcanzar un grado notable de complejidad económica y política, Roma no pasó del primer escalón de la transición demográfica, con esperanzas de vida al nacer de entre veinte y treinta años. Por supuesto, debe tenerse en cuenta la extraordinaria desigualdad entre clases e individuos en el mundo romano. Pero el grueso de la población estaba sometido a un régimen demográfico sensiblemente más duro que el de los países peor parados de nuestros días; que, con la posible excepción de la pequeña Swazilandia, arrasada por el SIDA, superan en una década las expectativas medias romanas más halagüeñas. Además, la mortalidad se concentraba en los primeros años de vida, lo que desincentivaba la inversión paterna en un período que, como sabemos, es crítico para el posterior desarrollo personal y social. Por otra parte, según Vaclav Smil, el Imperio Romano producía por un volumen inferior al África Central de nuestros días -por ejemplo, sabemos históricamente de la fuga de metales preciosos hacia la India y China, provocada por el comercio de bienes orientales de lujo con que se abastecían las clases superiores romanas. Aunque después de las Guerras Púnicas se generalizaron en Italia y Sicilia las grandes explotaciones capitalistas nutridas con mano de obra esclava, orientadas a cultivos muy rentables como el olivo o la vid, la agricultura en el Imperio permaneció en un grado de desarrollo rudimentario. Hay que esperar al siguiente milenio, después de las grandes roturaciones y colonizaciones europeas medievales, para ver innovaciones como la rotación trienal, la introducción de leguminosas y otros cultivos forrajeros, el arado de reja metálica y la collera.
Ahora, para poner estos datos en perspectiva, recordemos que el Estado romano era la construcción política más compleja y poblada de Occidente, quizás del mundo, y que estaba a la cabeza en diversos indicadores de desarrollo, como las unidades de energía per cápita -por lo que, a diferencia de los países más pobres de hoy, no podía beneficiarse de tecnologías y flujos económicos generados en otras partes. Desde la adopción de la agricultura hasta alrededor de 1800 la abrumadora mayoría de la humanidad ha vivido en condiciones similares, con la amenaza de unas tasas de mortalidad que a duras penas podemos imaginar hoy y sometidos a la consabida constricción: renta y población nunca podían crecer al mismo tiempo. Es fácil imaginar que estas durísimas condiciones hayan modelado la percepción de la violencia y del dolor ajeno: en sociedades malthusianas y habituadas a los juegos de suma nula, donde demasiado a menudo la ruina de uno es la ganancia de otro, queda menos espacio para la empatía y la compasión. La elevada mortalidad y los abundantes padecimientos hubieron de endurecer también las conciencias: el dolor y la muerte eran parte inextricable de la vida cotidiana. Cuando pensamos en un mundo en el que apenas hay máquinas, en el que hasta los animales de carga y tiro son un lujo y casi toda la energía ha de ser suministrada por personas, la idea de esclavitud parece menos aberrante.
Además, hay otro factor que tomar en consideración. Por primera vez en la historia vivimos en un mundo con mayoría de población urbana; lo contrario ha sido la norma hasta el siglo XXI. E incluso en las ciudades premodernas, además de registrarse tasas de mortalidad más elevadas que en el campo debido a sus condiciones insalubres, la naturaleza era algo más que un recuerdo lejano; y la presencia de animales, una constante. No hay que menospreciar el efecto de acostumbramiento hacia la muerte y la sangre que producen el trato con animales domésticos y la cercanía de un medio natural inclemente, invasivo -habrá que esperar al siglo XIX para que se popularicen las visiones románticas de la naturaleza, confinadas en todo caso a los medios cultos. Existen estudios sobre el vínculo entre la violencia hacia los animales y hacia las personas: véase, por ejemplo, aquí. Sea como fuere, la matanza de un cerdo no es exactamente un espectáculo para almas sensibles, y el urbanita medio de nuestros días carece de lo necesario hasta para romperle el cuello a una gallina o un pichón. Es muy significativo que la joven autora de este trabajo (PDF, páginas 78-87) no sea capaz de explicar el origen de los conocimientos anatómicos precisos para apreciar un hanged, drawn and quartered ejecutado con arte. Cualquiera que haya visitado una casquería podría hacerse una idea muy aproximada de lo que veía en cada momento; no digamos espectadores habituados a matar y despedazar animales en sus propias casas y a comer con deleite hasta lo que hoy consideramos despojos repugnantes. De hecho, los verdugos a menudo eran carniceros que se ganaban un sobresueldo despachando a víctimas de dos patas. El tristemente célebre Al Zarqawi reproducía en sus decapitaciones con machete el sacrificio ritual del cordero, degollando desde la garganta en lugar de asestar un golpe desde atrás con una hoja de mayor tamaño. Y las mitologías más diversas, singularmente la cristiana, no han hecho sino incidir en la analogía entre el sacrificio de la víctima animal y la humana.
En suma, la alta mortalidad y la dureza y miseria generales de la vida en el mundo premoderno, así como la proximidad de una naturaleza aún en competencia directa, deben de haber inhibido la empatía y la compasión, dificultando la extensión del círculo moral. Uno de los procesos bisagra de la modernidad, la Revolución francesa, es aún, bajo los altos ideales ventilados en los salones revolucionarios y en la Asamblea, un espectáculo que asombra por la brutalidad del populacho desatado, siempre presto a linchar y descuartizar a quien se le ponga por delante. A la vez, el nacimiento de la Nación inaugura una nueva era de violencia política que culmina en los regímenes totalitarios del siglo XX y se caracteriza cada vez más por el carácter instrumental y oculto de aquélla, por el terror de la eliminación completa, de la desaparición. Allí donde el quebrantamiento público de los cuerpos había sido lo justo, un ritual que legitimaba y renovaba el orden dado, la desaparición es meramente lo necesario para la conservación del mismo. Pero esa, como decía Kipling, es otra historia.
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