viernes, 26 de febrero de 2010

HISTORIA DE UNA GORRA

En Nueva Zelanda, en una tienda cualquiera de Wellington, esperaba una gorra a que alguien la comprase. Ese alguien fui yo. Una gorra cómoda, bonita y muy abrigada, de lana y con visera de cuero. Pero quién iba a suponer que se trataba de una prenda con vida propia... En las antípodas se comportó bien, en la autocaravana mientras recorríamos el país, sobre mi cabeza en los paseos nocturnos y fríos o en la maleta de regreso a casa. Ya en Tenerife la cosa cambió. El primer día de trabajo la llevé puesta y, sin darme cuenta, desapareció. La busqué en el despacho, en los pasillos, en las demás habitaciones, en el banco, en el supermercado y en cualquier lugar que se me ocurrió de los alrededores. Nada, había desaparecido. Ignoro si regresó a Nueva Zelanda o estuvo de excursión o viajando por la isla, el hecho es que tardé tres meses en volverla a ver. Volvió manchada, con algo de barro y con puntos oscuros en su visera. No fue hasta después de unos días en que me fijé que los puntos no eran tales sino pequeños adhesivos con los nombres de las ciudades en que había estado durante estos meses: La Esperanza, Santa Cruz, Tacoronte, Icod, Los Silos... Pero volvió; yo creo que echaba de menos mi cabeza. La encontré hace unos días sobre la fotocopiadora de la oficina, con cara de no haber roto nunca un plato, como disimulando. Yo no le dije nada ni siquiera me hice el sorprendido. La cogí tal cual y los dos salimos a la calle como si nada. Me acordé en ese momento de Fran Luis de León y le dije bajito: ¿por dónde íbamos?

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