lunes, 23 de noviembre de 2009

MI VIAJE NÚMERO CATORCE


Mañana me voy de viaje, no muy temprano, calculo que justo después del postre, tarta. Creo este viaje hará el número catorce, sí, el catorce, ahora me acuerdo. Si todo ocurre como espero en poco tiempo estaré en el Caribe, buceando, buscando un tesoro sumergido.
Hace dos semanas volvía a casa paseando -aún no he sacado el carné de conducir-, y en un escaparate vi el anuncio y pensé: lo quiero. Siempre he tenido mucha imaginación, así que ya tenía habían llegado a mi cabeza el mar, los olores a algas, las sensaciones desconocidas. Lo mejor es que lo puedo hacer sin tener vacaciones, pues todavía he de esperar unos meses, por lo que utilizo un método infalible para poder lograrlo. En mis trece viajes anteriores lo he utilizado y, hasta ahora, siempre ha salido bien, de maravilla.
Ya saben pues que mi afición favorita, casi la única, es viajar, desde hace años, aunque no demasiados he de decir. Viajar es algo que empiezas a hacer y ya no lo puedes dejar, por lo menos en mi caso particular. No veo el momento de comenzar otro desde que acabo en el que he estado metido, siempre solo, sin necesitar compañeros de viaje ni equipaje. Deben saber que lo único que jamás olvido es un marcador de libro.
Recuerdo mis primeros viajes, fáciles, de aventuras, más bien cortos. Las primeras veces estuve en la selva, visitando una comunidad de babuinos; en el desierto buscando diamantes y desenterrando momias con un famoso egiptólogo; haciendo montañismo en los Andes con un grupo de boy scouts; y recorriendo Roma en bicicleta con la intención de encontrar un valioso amuleto. Algo después dejé de ser un aventurero para viajar de manera más tranquila. De esta época recuerdo recorrer la estepa rusa en el transiberiano, en medio de una ventisca invernal que duró toda una semana y que no nos permitía abandonar el tren por miedo a morir congelados; estudiando las costumbres de los niños hindúes y tibetanos en sus casas; visitando las iglesias templarias europeas, siempre rodeadas de un halo de misterio y fábula; navegando hacia una base noruega entre el Cabo de Hornos y el de Buena Esperanza, rodeados de ballenas... mi octavo viaje. El Polo Sur, supuso mi descubrimiento del mundo animal, de la belleza de las ballenas, de los delfines. Recuerdo haberme emocionado cuando el grupo llegó a la base antártica y, frente a los noruegos, desplegó una pancarta que decía Save the whales!, frase que tuve que buscar en un diccionario pues mi conocimiento de inglés era muy parco.
Últimamente me he inclinado por viajes más deportivos, más largos, más complejos. Así sobrevolé las Montañas Rocosas en un globo aerostático, pasé una temporada con los navajos en su reserva del Monument Valley, celebré el nacimiento de un león en las faldas del Mont Kenya o navegué bajo los hielos azulados del glaciar Perito Moreno. Mañana, desde que llegue a la isla de St. Thomas, me sumergiré en sus transparentes aguas para intentar encontrar el tesoro que allí se esconde.
Bueno, me despido porque estoy cansado y me espera un largo y emocionante día. Mañana cumplo catorce años y mi tía Carmela me regalará un libro, como cada, y que leeré con placer. Esta vez le he pedido “El tesoro perdido de St. Thomas”. Ya les contaré cómo ha sido.

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