jueves, 30 de mayo de 2024
¿CÓMO OSAS?
Ayer, miércoles con sabor a pádel y a jueves, y a fin de semana y casi a aeropuerto, durante una conversación matutina me increpan al disentir con mi interlocutor.
- ¿Acaso osas...? Mi memoria es mejor que la tuya, no porfíes.
- Muy bien, tienes razón, ¿cómo competir contigo?
Me repliego; tú ganas, dije; más vale tener tranquilidad que tener razón, pensé. Él feliz, yo más. Miro la hora, faltan 15 minutos para terminar, más feliz.
Y llegó el cartero con el voto por correo. ¡Bien! Firmo con el dedo en su pequeña tablet -ahora soy yo el que importa- y me apresuro a votar. ¡Hola Raquel, vengo a votar! Sí, tú nunca fallas, me contesta.
Voto y a casa.
Emplazado estaba con mis amigos, aquellos del "decíamos ayer", parte de ellos, que si no estábamos todos los que somos sí éramos todos los que estábamos, disfrutamos de un reñido e igualadísimo partido de pádel , con sus grititos y todo, terminando al rededor de una mesa comiendo. Como me gusta decir, algo tan simple pero qué placentero. Puro alimento del alma, amistad, buena comida y mejor conversación.
Acalambrado en la tibia de la pierna derecha dormí mal, nervioso por el taxi mañanero del día siguiente, sin que finalmente hubiera incidente alguno que me impidiera llegar al aeropuerto con tiempo para tomarme un café con leche con un croissant (no me van a negar que escribir cruasán no es un poco ordinario) y observar, he aquí el verdadero entretenimiento durante el tiempo de espera aeroportuario.
Si ya es sabido que Occidente se divide ya entre tatuados y no tatuados, ahora me fascina un nuevo estudio estadístico.
¿Se imaginan hoy día a Celia Cruz en un concierto preguntando al respetable ¿quién tiene la bemba colorá?
Lo de las bocabesugo de las (algunas) mujeres es algo digno de estudio, no deben tener espejos en casa, ni amigos, las pobres. Seguro que viven solas y por eso no se dan cuenta. La de ayer, vecina de asientos frente a la puerta de embarque, era de catálogo: alta, delgada, gorra de NY bien calada (me inclino a pensar que la había comprado en el chino de su barrio ayer porque estaba impecable), vaqueros, tacones, camisa blanca, chaqueta de hombre talla grande -así como casual-, pelo largo lacio que atusaba sin parar, bolsito de LV (falso, seguro, del mismo chino donde compró la gorra) y bembas imposibles. Y ahí me detuve, en su boca, tal fue mi fascinación. Me había llamado la atención, a primera vista, por un comportamiento inusual, daba pequeños pasitos con el móvil en alto y, mirándolo, sonreía, movía los labios hacia fuera como si diera besos volados, o ponía cara de estreñida. Claro, lo supe al momento, debía ser una influencer de esas, sacándose vídeos, derrochando intelectualidad (el ¡HOLA! escribiría derrochando complicidad con su entorno, o alguna majadería a la altura). Embelesado ante tal personaje, el anuncio de mi vuelo se escuchó por lo que raudo me acerco al mostrador y paso, son el segundo de la fila, esta vez no puedo sentarme en el pasillo, últimas filas.
Con la cabeza puesta en el cinturón, el libro para entretenerme, la locución recurrente que me sé de memoria y toda la parafernalia de la toma posesión del asiento, olvidé por completo a mi amiga la infuencer hasta que, voilà, desde mi ventanilla... ¡oh Señor, qué visión! Caminaba despacio tras un amigo con móvil en ristre, que le tomaba fotos (¿o sería un vídeo?) mientras ella hacía muecas, movía las manos o hacía el signo de la victoria. Subió al avión y no la volví a ver, ella sí había conseguido asiento en la cola, pensé.
Apesadumbrado por el final del espectáculo me quedé dormido casi automáticamente, ni lectura ni ambrosía, para despertarme al tomar tierra. Nueva locución, esperen a que les toque su fila para bajar y esas cosas, hasta que mi fila se levanta -calculo que quedaría ya sólo el 20% del avión dentro- cuando, ¡oh gloria bendita!, mi nueva amiga nos obsequió con un acto final. Ignoro cómo lo pudo hacer, posiblemente tuvo un cómplice, pero su maleta estaba en un compartimento sobre una de las primeras filas, de manera que desfilaba contra corriente diciéndonos a todos, uf, qué despistada soy, me iba sin el equipaje. Fue así como, desfile viene, desfile va, el resto del pasaje y yo mismo, observamos como la protagonista del vuelo cogía su maleta y desfilaba de nuevo, esta vez de espalda, por el pasillo desierto de un avión casi vacío hasta perderse de vista.
Al llegar a la terminal nos esperaba un gran grupo de personas con pancartas y carteles de bienvenida. ¿Será un comité para esta chica? No, me percaté, eran los familiares de los soldados canarios emplazados en el extranjero. Ante tal emocionante encuentro ya se me había ido totalmente la bocabesugo de mi cabeza. Hasta ahora, ya ven.
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Celia Cruz, *Bemba colorá.
miércoles, 29 de mayo de 2024
1 MINUTO
Mi móvil, cuando estoy en Tenerife, tiene activada la alarma exactamente a las 04:15h, tiempo suficiente para acicalarme, ponerme cualquier cosa y llegar al trabajo. Ayer lunes, primer día de la semana y con trabajo presencial, abrí los ojos y, al mirar el teléfono, éste marcaba las 04:14h, justo un minuto antes de que sonara. ¿Cómo lo sabe mi cabeza? ¿estaré volviéndome un pájaro migratorio? ¿se me alinearán los electrones o quién sabe qué? Había dormido mal, obviamente, desinquieto, al haberme dado cuenta al acostarme de que me había equivocado en las fechas de mis siguientes billetes de avión y, por lo tanto, de una reunión importante en fecha imposible al no contar con el don de la ubicuidad.
En pie un minuto antes y aparentemente como una rosa o un clavel, que lo mismo sería en este caso.
Ya a piñón con una viabilidad fascinante... Hoy escucho música del compositor Dimitri Tiomkin, en particular su música para clásicos del Far West. ¿Se han percatado de que, a pesar de los años pasados, seguimos teniendo los mismos forajidos alrededor pero sin el glamur del cine?
¿Y qué me dicen de las últimas declaraciones del otrora moderno Papa Francisco? Ahora va a ser que la pederastia y la corrupción en la Iglesia (Papa dixit) es culpa del mariconeo que hay en su seno; que se lo digan, si no, al obispo Bernardo, que ve infantes libidinosos y provocadores por todos lados (y claro, uno no es de piedra). Ya lo decía yo, el lobby gay está en todos lados, menos mal que tenemos mentes preclaras que nos abren los ojos para que estemos a la defensiva no vaya a ser qué... ¡Qué peligro!
De los rojos, judíos, masones y de los gays líbranos Señor.
A otra cosa, mariposa. Feliz miércoles con sabor a pádel, ¿o no?
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Dimitri Tiomkin, *Rawhide.
martes, 28 de mayo de 2024
EL PRECIO QUE PAGAMOS
Escribir te pone a prueba constantemente: dónde estás, qué piensas, si cooperas con tu Gobierno, tu Ejército; si tus ansiedades te sirven, o si eres capaz de encontrar tus propias palabras.
David Grossman, escritor israelí: “Los miedos van a dominar durante tanto tiempo que va a ser difícil hablar de paz”
El gran literato, reconocido por su defensa de la paz en Oriente Próximo, se muestra desolado en esta entrevista y vaticina que su país va a ser más de derechas tras el conflicto y con mayores prejuicios hacia los árabes.
Antonio Pita, 28.05.2024
David Grossman (Jerusalén, 70 años) nos recibe con barba. Es, explica, por la muerte de su padre, a los 97 años. Está aún en los shloshim, los 30 días desde el entierro en que los hombres no se afeitan, en el luto de la tradición judía. No parece ser el único motivo de la tristeza que transmite durante más de una hora de entrevista. Es como si también estuviese de duelo por la “situación”, como llaman los israelíes al conflicto de Oriente Próximo en uno de los eufemismos que denuncia en su nuevo libro, El precio que pagamos, una colección de discursos y artículos de opinión, publicado ahora en español por la editorial Debate (en su colección EnDebate), que recogen la mirada hacia su país en los últimos años.
No hace gala de ello, pero es el escritor israelí vivo más reputado, tras fallecer los dos con los que disputaba pacíficamente el podio: Amos Oz y A. B. Yehoshua. Sus obras están traducidas a 42 lenguas y ha ganado el Man Booker International y el premio Erasmus. Desde esa atalaya se sumó el año pasado a las protestas contra la reforma judicial de Benjamín Netanyahu, pronuncia desde hace décadas la palabra medio tabú, “ocupación”, y retiró en 2015 su candidatura al mayor galardón civil del país en protesta por las supuestas maniobras de Netanyahu con el jurado. Grossman es además ensayista y columnista en grandes medios de comunicación.
El día es luminoso y el olor a buganvilla inunda el camino hacia su casa en Mevaseret Zion, en las lomas que dominan la salida de Jerusalén a Tel Aviv y uno de los pocos altos, en un país dominado por desiertos bíblicos, desde los que observar la única tierra en la que se plantea vivir y en la que quiere ver también un Estado palestino. El cuidado hebreo que despliega en novelas, ensayos y relatos ―que hacen que su nombre suene cada año para el Nobel de Literatura― se convierte en dudas al hablar del conflicto. Como si luchasen por dentro el hombre traumatizado por el ataque de Hamás del 7 de octubre, que pronuncia algunos clichés de corrido, con el intelectual lúcido, afable y sensible que perdió a su hijo Uri en combate en Líbano en 2006. Fue el último día, acordado ya un alto el fuego, en uno de esos momentos que muestran aún más la futilidad de las guerras. Como la de Gaza, con la que Grossman hubiera acabado “hace cinco o seis meses”. La foto de Uri nos observa desde una balda de su salón.
Pregunta. Me hubiera gustado hablar con usted sobre literatura o sobre amor, pero es un poco difícil en estos días.
Respuesta. Casi imposible. Cada día bajo al estudio y escribo, pero siento que lo hago más para mantener la cordura. Y está bien. No me importa si saldrá de ahí un libro, porque me sirve, me da un objetivo en la vida. Se ha convertido en un lugar, como tiene que ser. Estos días me gusta ir al Museo de Israel [en Jerusalén], porque me siento rodeado, como si la cultura me protegiese de la brutalidad tan presente y grosera.
P. ¿Qué le está saliendo escribir?
R. La escritura es un intento de llegar a algo más limpio. Puede describir una situación violenta y cruel, pero lo hace con precisión. La guerra es un asunto de masas y el arte es precisamente extraer la voz del individuo. Coge una persona y muestra todo el mundo que tiene dentro, mientras que la guerra apela a lo general, al estereotipo, a los prejuicios.
P. ¿Siente que puede escribir algo que no esté relacionado con el 7 de octubre ni lo que ha pasado desde entonces en Gaza?
R. No creo que los escritores tengan que escribir sobre la política de su época. Creo que enriquece su contacto con la realidad, pero no es necesario. [El Nobel israelí de Literatura Shmuel Yosef] Agnon, el más grande, casi no escribió sobre el Holocausto. Solo aquí o allá, metafórico. Encontró una manera de describir la naturaleza humana sin gritar, con pancartas: ahora pienso esto, estoy contra la ocupación… Siento que pago un alto precio por mi implicación política, más allá de que a la mitad de la gente [en Israel] no le gusta mucho lo que escribo o quien soy. Pero la necesidad de escribir sobre la situación, describirla, comprenderla, es agotadora. También quiero escribir sobre la realidad política de Israel, me permite entender cosas muy profundas sobre el ser humano. Escribir te pone a prueba constantemente: dónde estás, qué piensas, si cooperas con tu Gobierno, tu Ejército; si tus ansiedades te sirven, o si eres capaz de encontrar tus propias palabras. Es terriblemente difícil, sobre todo en tiempos de guerra. Supone hablar en una lengua distinta.
P. ¿Y qué es hoy “hablar en lengua una distinta”?
R. Mi voluntad de comprender más mi situación como persona en una realidad que cambia y se vuelve aterradora y amenazante. Y estoy seguro de que solo hemos empezado a absorber los estragos de la guerra. Me dan miedo las palabras que digo, pero realmente siento que será una época muy difícil. Ahora, incluso.
P. En un texto del libro, del 10 de octubre, se pregunta quiénes serán los israelíes y los residentes de Gaza cuando acabe la guerra. ¿Qué piensa hoy, siete meses después?
R. Depende de la solución que se logre. Creo que Israel será mucho más de derechas y mayor la mirada estereotipada hacia los árabes. Los miedos van a dominar tanto que va a ser difícil hablar de paz, de solución de compromiso, de diálogo. Todas las cosas en las que creo se echarán a un lado de forma grosera. Y no puedo decir que no entiendo a la gente que piensa así. Tienen miedo. Y con razón. Nos despertamos el 7 de octubre con una pesadilla sin precedentes desde el Holocausto. La primera vez que alguien lo dijo pensé que era una exageración enorme, pero hay elementos de una realidad de Holocausto. La gente no va a confiar plenamente en los palestinos. Tendremos que dormir con una pistola bajo la almohada. Es lo que dice la gente y no los critico. Nos hemos alejado mucho de la posibilidad del diálogo o de la paz. Puede que nos fuercen ahora a un acuerdo, pero no nos va a hacer confiar más en los palestinos. Por otro lado, ¿qué alternativa tenemos? Tenemos que aprender a ser a la vez Atenas y Esparta. Dormir con la pistola bajo la almohada, como Esparta, e intentar ser el Estado libre, creativo y mayoritariamente secular que Israel era, o creía ser, hasta el 7 de octubre. ¿Cómo hacemos las dos cosas a la vez? No lo sé.
P. Usa el nosotros, pero querría saber si usted, personalmente, también cree menos en la paz desde el 7 de octubre.
R. En el campo de la paz en Israel, y yo como parte de él, creíamos demasiado en la lógica y demasiado poco en el poder del fanatismo religioso. Y nuestras relaciones con el pueblo palestino no van de lógica. Van a veces de odio, a veces de amor no correspondido, a veces de traición, a veces de voluntad de venganza… Este conflicto es muy emocional y psicológico. Si los palestinos no tienen hogar y sensación de hogar, nosotros tampoco. Así funciona la física humana. Si más y más palestinos entienden y se convencen de que estamos aquí para quedarnos, que no somos como los cruzados, como colonialistas, sino que en la Tierra de Israel nacimos como pueblo, como cultura, como religión, como lengua. No somos extranjeros. Vinimos aquí porque de aquí procedemos. Cuando acepten interiorizarlo, daremos el primer paso hacia la paz. No sé si sucederá en uno, en 30 años o nunca. Solo sé que lograr la paz es ahora un interés superior de Israel, porque mientras no suceda estaremos expuestos a desastres como los que hemos visto este último año. Y sola Israel no es capaz de vencer guerras contra todo el mundo árabe. Es muy difícil aceptarlo, porque nacimos con un sentimiento de victoria. Teníamos mucho desprecio por los palestinos y antes de eso hacia los egipcios, los sirios, los jordanos… Hasta que descubrimos [en la Guerra del Yom Kipur de 1973] que no combaten peor que nosotros. Que Hamás construyó una realidad entera bajo nuestras narices y no nos enteramos.
P. Y cree que, como sucedió con la paz con Egipto tras la guerra del Yom Kipur, ¿puede llevar a largo plazo a gente a pensar que no es posible seguir así?
R. Antes te habría respondido con entusiasmo: ‘Sí, seguro que sucede’. Hoy, menos. No es que esté desanimado sobre la posibilidad de la paz. No me puedo permitir ese lujo. Tengo dos hijos aquí, sobrinos, gente querida… Israel es muy preciada para mí. No puedo vivir en ningún otro lugar. Es mi hogar, relevante. Y yo quiero vivir en un lugar relevante.
P. No está desanimado, pero…
R. Creo que tenemos que ser mucho más cuidadosos, incluso en estado de paz. El trauma de hace siete meses será tan fuerte que nos seguirá afectando. Si en 2005, cuando Israel se retiró de Gaza, los gazatíes hubiesen aprovechado esa oportunidad maravillosa para mostrar al mundo cómo los palestinos saben generar una situación de paz tras décadas de guerra con Israel, en poco tiempo Israel habría empezado a pensar si darles también Cisjordania. Pero, en lugar de eso, Hamás lanzó 4.500 cohetes en los primeros años. Ningún país normal aguantaría eso de alguno de sus vecinos. ¿España no respondería a 20 cohetes? ¿No sentiría que tiene todo el derecho a hacerlo?
P. Sin entrar en un debate, usted sabe que es una comparación un poco rara, porque entre España y sus vecinos no existe un contexto general de ocupación.
R. No consigo entender cómo nosotros, el pueblo bueno y moral, mantenemos durante 56 años a un pueblo entero bajo la bota. Cómo nos hemos acostumbrado, y luego enamorado, de la situación. Pero Gaza eligió perder una oportunidad. También nosotros lo hemos hecho. Y a veces queremos perderlas para que se cree una realidad que pueda justificar nuestra violencia.
P. ¿Cómo se siente con los 35.000 muertos en Gaza, hechos en su nombre?
R. Terrible. La primera semana de la respuesta israelí, tras las atrocidades de Hamás, me parece completamente comprensible. Vas por la calle y alguien te da una bofetada tremenda. ¿No le das una de vuelta? Es instinto. Lo que me sorprende es lo que ha pasado después. Entiendo nuestro deseo de capturar a Yahia Sinwar y a la gente de Hamás, y tenemos todo el derecho a hacerlo. La pregunta es desde qué momento el Estado empieza a ser vengativo. O adicto a la venganza y deja de distinguir entre criminales y terroristas y gente ‘no involucrada’, una expresión horrible. Y ahora que estamos en una realidad de 35.000 muertos porque buscamos a unos cientos… Con eso no puedo. Lo que me digo es que hago lo que puedo, y lo desde hace muchos años, para que esta situación cambie.
P. ¿Cuándo sintió que desconectó, que se cruzó esa frontera?
R. Cuando vi por primera vez las casas destrozadas. La voluntad de venganza. No justifico a Hamás. Es un enemigo terrible. La primera semana sentí no solo que no quería vivir en un conflicto así, sino directamente que no quería vivir en un mundo que permite esas atrocidades.
P. En los textos del libro siento una evolución en su tono. Durante el período de la reforma judicial: preocupación, mensaje contra Netanyahu. Justo después del 7 de octubre, como decía, se nota que no quería existir. En los últimos, más miedo por el tema del antisemitismo, el asunto de los campus…
R. En general es como lo describe, sí. Al principio, con la protesta, éramos cientos de miles de personas marchando por las calles. Una emoción eufórica. Y entonces empezó la guerra. Pero, espere, estábamos hablando de antisemitismo. ¿A usted no le preocupa?
P. En tanto que ser humano, claro. Pero, al no ser judío, no lo voy a vivir igual que usted porque no soy el objetivo.
R. Puede empatizar con eso, aunque no sea judío, porque es un ser humano. Por eso siento, cuando veo manifestaciones contra los judíos o que no quieren que Israel exista... A lo mejor tienen críticas hacia Israel. Es legítimo, yo también. Pero querer que Israel no exista directamente, entre el río y el mar… Eso no. No soy suicida. Israel es el único país del que se puede hablar de su desaparición. O el propio hecho de que los presidentes de EE UU digan en todos sus discursos que están comprometidos con la existencia del Estado de Israel. ¿Se imagina una frase así con España? Pensarían que es una broma.
P. Perdone que vuelva a la actualidad, pero justo la fiscalía del tribunal penal internacional acaba de pedir el arresto de Netanyahu y [el ministro de Defensa, Yoav] Gallant.
R. Cuando pones a la víctima y al victimario al mismo nivel pierdes tu credibilidad. Como todo lo que se habla de genocidio, son tonterías perversas. Ni siquiera es que en junio de 1967 Israel se sentase y pensase: ¿cómo voy a destruir ahora al pueblo palestino? Los que de hecho querían un genocidio eran los palestinos. Los israelíes se encontraron en una situación de ocupación y poco a poco descubrieron que tenía beneficios.
P. ¿Usted también recuerda sentir entonces esa euforia? El pueblo judío, durante la mayoría de su existencia, no disponía de armas, y de repente pasa a tenerlas. Y territorio, fortaleza...
R. No creo que más de tres personas no la sintieran. Ahora, en octubre, no es que nos fuésemos a dormir pensando: ‘¿cómo nos despertamos y exterminamos a Hamás?’. Hemos hecho otras cosas estúpidas y criminales, pero sin intención ni voluntad de hacer algo tan horrible.
P. El Tribunal de La Haya analiza eso…
R. No soy juez. Tengo claro que somos responsables del asesinato de tantas personas, niños… es intolerable para mí. Un genocidio depende de la intención. No quiero entrar en cuestiones legales. Lo horrible es horrible, y yo habría querido que esta guerra terminase, no ahora, sino hace cinco o seis meses.
P. ¿En qué es distinto el duelo colectivo que vive Israel del que hablaba y su duelo individual por la muerte de su hijo?
R. No hay un dolor como ese [silencio]. Me cuesta hablar de él. Cada mañana cuando oigo en la radio que un soldado ha muerto, y a los familiares, que están un poco en la euforia del duelo, que existe y es como tocar la eternidad a través de la muerte… Mijal [su mujer] y yo nos miramos y sabemos qué camino largo les espera. Por cierto, no hemos hablado de los rehenes [en Gaza], no le dejo irse sin hacerlo. Es una forma de tortura que no conocía hasta ahora. Cuando pienso en lo que deben pasar es como si cogiese un destornillador y lo metiese en un enchufe. No entiendo cómo no alcanzamos un acuerdo para liberarlos.
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"High Noon", BSO; Dimitri Tiomkin. *Theme.
BURNOUT (II)
Cómo evitar que el ‘burnout’ nos queme por completo
El agotamiento físico y mental por exceso de presión ha ido en aumento en los últimos años, pero con él también la búsqueda de soluciones: escuchar el propio cuerpo, poner límites o expresar las emociones que nos sobrevienen pueden ayudar a gestionarlo mejor.
Elena García Quevedo, 23.05.2024
https://elpais.com/estilo-de-vida/2024-05-23/como-evitar-que-el-burnout-nos-queme-por-completo.html
En el corazón de los Alpes italianos, justo en una pequeña casa con torreón situada junto al lago de Ledro, un grupo de hombres y mujeres ríe en torno a una mesa mientras comen panecillos, tarta, polenta, queso y, para acompañar, beben cava o agua con gas y refrescos. Hay abrazos, risas cálidas, y ese tipo de alegría de la familia o los amigos cuya relación se ha forjado con el tiempo. Llama la atención que la mayoría ríe como adolescentes un sábado por la noche pese a que tienen el pelo blanco y este ha sido un día arduo, uno más detrás de otros tantos. El vínculo, la naturaleza y el ejercicio que sienten y viven es un tipo de protección ante un mal que amenaza con convertirse en pandemia. Y la mayor parte de los que están aquí lo saben bien. Todos ellos y ellas vienen de Alemania y quien más quien menos ha sufrido en algún momento de su vida, o lo ha visto en alguien cercano, agotamiento por estrés o burnout —también conocido como el síndrome del trabajador quemado—, lo que significa no tener fuerzas ni motivación para seguir adelante. De hecho, en Alemania el 61% de los trabajadores teme padecerlo, según un informe de la compañía de seguros de salud Pronova, y un tercio de los empleados —el 37%— se queja de agotamiento físico y mental, según un estudio del McKinsey Health Institute.
Por ejemplo, Jean (nombre ficticio), barba blanca, polo rojo, ojos castaños, da vueltas a un guiso de pimientos en la cocina y piensa en uno de sus hijos cuando escucha hablar de burnout. Su primogénito es jefe de una multinacional, y en enero y febrero estuvo en una clínica para aprender nuevos hábitos por haber sufrido agotamiento físico y mental. ¿Motivo? Sobrecarga de trabajo, tal vez haber tenido que despedir a mucha gente sin estar de acuerdo y consciente de que algunos tendrían serias dificultades para superarlo. “¿Qué puedo hacer como padre? ¿Cómo puedo ayudar a mi hijo?”, se cuestiona el hombre mientras niega con la cabeza y baja la mirada.
Poco después, desde la cocina, Peter, presidente de un club de escalada de la zona —el Deutscher Alpenverein Sektion Karlsruhe— y ejecutivo jubilado que ha investigado el burnout en profundidad en los últimos años preocupado por encontrar herramientas para enfrentar y prevenir la plaga, reflexiona sobre la profundidad de este problema. “Se invierten millones de euros en Alemania en clínicas, píldoras, terapia y tratamientos, pero muy poco en prevenirlo. Sabemos qué es y cómo definirlo, pero no sabemos cómo curarlo. Sabemos que hay muchos condicionantes, como que desde la pandemia se ha disparado por el teletrabajo; eso sí lo sabemos”, dice mientras observa a los miembros —mujeres y hombres— más veteranos del club de escalada que preside, que ríen en torno a unos panecillos aderezados con tomate y perejil. “Es muy importante que los directivos eviten causar estrés. Una de cada diez personas adultas vive sola, trabajan mucho y al terminar la jornada están solos; algunos tienen como mucho un solo contacto con otra persona en toda la semana. ¿Qué hacer?”, reflexiona, toma aire y se contesta. “El burnout es una radiografía de la sociedad. Creo que cada persona tiene que hacer lo que pueda para librar la batalla, y evitarlo. Yo hago lo que puedo en mi pequeño círculo”, añade.
Sandra G., 47 años, trabajadora social por vocación y víctima de burnout, tiene una pareja que la adora y cuida de su huerta siempre que puede. Ella preside un club de hortelanos, toca el chelo, canta y siempre está para sus muchos amigos. Antes de vivir el colapso tenía un horario intensivo que le obligaba a no dormir más de un día y jamás dejaba de pensar en quienes estaban a su cargo —refugiados y niñas aquejadas de anorexia—, con quienes trabajaba. Un día perdió la ilusión, se dio cuenta de que no tenía fuerza y tuvo un leve problema con una compañera. Entonces colapsó. Pasados los meses y superada la gran lista de espera, Sandra ingresó por prescripción médica en una de las muchas —cientos— clínicas gratuitas dedicadas en exclusiva al burnout que hay en Alemania. “En el centro hicimos terapia individual y en grupo, mindfulness, ejercicio... Estar con gente que ha pasado lo mismo que yo ha sido lo más importante”, explica.
“Lo primero es entender de dónde viene todo”, considera Sandra. “Imagina un niño que tiene que cuidar de sus hermanos, el padre no está, y nadie jamás alaba lo que hace. El niño no siente nada, aguanta todo, pero no siente. Siempre se pide más. Cuando es adulto se carga más y más”, explica visiblemente emocionada. “He aprendido que he de estar atenta a los músculos que me avisan del estrés, y hacer ejercicio. El burnout puede durar años, ahora sé que cuando te ocurre no has de abandonar el trabajo y dejarlo todo. También que personas como yo soportan sin poner límites hasta que algo colma el vaso y entonces se derrama”, añade.
En España, para María, según explica, la gota que colmó el vaso fue la llegada de un compañero tóxico al trabajo al que no supo hacer frente. Ella llevaba tiempo desilusionada y sin fuerzas. Supo que estaba al borde del colapso mental y físico por los análisis, y su médico decretó que debía aprender a relajarse; iría a peor si seguía así, pero su carga de responsabilidades continúa. Durante años ha puesto en el trabajo su foco porque ama lo que hace, pero es la responsable a día completo del cuidado de su madre, muy anciana. Desde la llegada de la pandemia trabajaba en casa, y durante años apenas ha salido por miedo a los contagios. Ahora tiene todos los síntomas de burnout, pero es evidente que no ha podido cambiar hábitos tóxicos. Tal vez se debe a que aún no ha calado en la opinión pública la importancia del problema, aunque el agotamiento profesional es, según la Organización Mundial de la Salud, una enfermedad.
En España el agotamiento profesional de una forma u otra afectaba al 43% de la población en 2022, según la Guía del Mercado Laboral. No obstante, no en todos los casos tiene la misma gravedad. “Hay muchos niveles de burnout. También hay una imagen descriptiva para explicarlo”, apunta Esther Pérez, creadora del gabinete de psicología en Zaragoza que lleva su nombre desde el otro lado del teléfono. “Imagina una rana que cae en una cazuela de agua templada. La rana se siente bien ahí. Subes el fuego poco a poco, y la rana aún está bien. Pero ya no puede huir cuando el agua hierve y muere. Las personas con burnout pueden ser como esa rana. La presión es más de lo que pueden soportar, pero creen que el problema es suyo sin caer en la cuenta de que la presión es insoportable”, añade la especialista, que asegura que los casos que trata se han incrementado tras la pandemia. “Muchas personas que lo sufren también tienen responsabilidades familiares”, añade la psicóloga, quien llama a tener en cuenta que el burnout es real y puede ser una oportunidad para cambiar de vida si se actúa a tiempo.
Gustavo Diez, fundador y director de Nirakara —instituto especializado en investigación y formación de salud mental—, lleva años haciendo propuestas formativas para mejorar la calidad de vida, y también para evitar el burnout y sus causas. “El cerebro busca mantenernos con vida y lo hace propiciando equilibrio. Por ejemplo, un deportista de élite exhausto tendrá una depresión postcompetición y falta de motivación porque el cerebro genera conductas y emociones para evitar tareas que nos pongan en riesgo. (…) Hay casos distintos. Hay personas que necesitan terapia porque su infancia fue difícil, el motivo para otras es exceso de presión profesional”, añade Diez, quien, desde Nirakara, ha investigado el cerebro junto a laboratorios de universidades como la Complutense. “Para evitar el burnout es fundamental conocerse, evaluar qué queremos y nuestros valores. Saber que este es nuestro tiempo de vida, y que la vida termina”, explica.
Para Emiliano Bruner, biólogo investigador de la evolución del cerebro en el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) y colaborador del Centro de Investigación en Enfermedades Neurológicas, lo más importante es desarrollar la atención y salir de la vida automática; esa es la protección contra el colapso y la forma de evitar los problemas. “El cerebro es un músculo que se entrena y la atención es una práctica que se aprende. La mayor parte de la gente vive de forma automática y eso puede llevar al colapso”, asegura Bruner, para quien la clave para prevenir dolencias como el burnout es entrenar el cerebro de igual modo que un músculo. “Para educar la atención lo primero es volver al cuerpo. Poner atención a la respiración y a los sentidos es una forma de enganchar la atención”, explica. A él eso le llevó a practicar mindfulness: “Se trata de gimnasia para el cerebro; esta te lleva a salir de la vida automática, a observar y tomar decisiones que evitan los problemas. Quince minutos de meditación diaria cambian la vida”, detalla. Hacer yoga o meditar no garantiza evitar el agotamiento, aunque ayuda si se logra llevar la atención al cuerpo. Para Bruner lo definitivo es actuar: “Cuando estás atento y sabes qué puede ocurrirte si sigues por el mismo camino; y sabes qué quieres. Lo que toca es tomar decisiones y actuar, aunque eso es lo más difícil“, explica el científico.
BURNOUT (I)
La era del gran agotamiento: cómo el trabajo consume nuestra energía y hasta nuestro ocio
El 44% de los trabajadores dicen sentirse estresados, una cifra récord en la historia que sugiere que el síndrome del trabajador quemado no es un problema psicológico sino estructural.
Enrique Alpañés, 28.05.2024
Beatriz Serrano estaba encerrada en su casa, como medio mundo, debido a las restricciones por la covid-19. No podía quedar con sus amigas, no podía dar un paseo, pero tenía que trabajar a un ritmo agotador. Después de una reunión por videollamada, salió a una pequeña terraza interior y entonces escuchó el silencio: “Recordé todas las ficciones que había consumido acerca del fin del mundo, desde los alienígenas de H.G. Wells a las guerras por el agua de Mad Max, y pensé: ‘Vaya, parece que es el fin del mundo, y nos va a pillar trabajando”, explica Serrano, que trabajaba en el sector de la comunicación.
Aquello le pareció deprimente, pero también inspirador, así que empezó a escribir sobre el tema. Fue el germen de El Descontento, una novela sobre la desilusión y la cultura laboral capitalista. El libro se publicó hace unos meses y se ha convertido en un pequeño fenómeno editorial (con traducciones en marcha en Italia, Francia, Inglaterra o EE UU). La autora lo atribuye a que la historia de Marisa, su protagonista, es común a la de mucha gente. A la suya, que dejó aquel trabajo y hoy es escritora y periodista en EL PAÍS. Y a la de muchos lectores. “Me escribe mucha gente para decirme que se siente identificada. No es que me digan ‘yo soy Marisa’, es que me dicen ‘todos somos Marisa”, confiesa.
El escritor e informático Carl Newport lo ha venido a llamar el gran agotamiento, una sociedad en la que todo el mundo está cansado, quemado, con la sensación de que no le da la vida. En este contexto, la gente busca restablecer su relación con el trabajo y priorizar su vida personal. Es lo que vino a refrendar una reciente encuesta de 40dB para EL PAÍS. En ella se les daba a los encuestados siete opciones y se les pedía que las ordenaran de más a menos importante. La primera fue la salud mental. Después, la familia y en tercer lugar tener tiempo libre. Tener un buen trabajo apareció en cuarto lugar y tener un buen nivel económico en séptimo.
Si el burnout o síndrome del trabajador quemado reflejaba un fenómeno individual, el gran agotamiento viene a señalar la problemática colectiva que hay detrás. La cultura e internet han tenido un papel crucial en la propagación de esta idea, desde los memes hasta la literatura o la música. El libro de Serrano es un buen ejemplo. “Para mí hay dos momentos clave para entender todo esto. Uno fue la crisis de 2008, que nos obligó a buscarnos la vida. Y otro fue la pandemia, que nos obligó a pararla”, explica la autora. Cuando la actividad se recuperó algo se había roto. El mundo obligaba a retomar el ritmo anterior, pero mucha gente, simplemente, no quería.
Fue entonces cuando se empezaron a suceder, en cascada, fenómenos sociales relacionados con el trabajo. El primero fue la gran renuncia, cuando 47 millones de personas dejaron voluntariamente su empleo solo en EE UU, según el Departamento de Trabajo. Después se produjeron las luchas sindicales por el teletrabajo y la conciliación. Por último, el año pasado se empezó a hablar en los medios anglosajones del quiet quitting, que pasa por trabajar lo justo, sin excederse ni en obligaciones ni en horario. La crítica recurrente entre los compañeros de trabajo dejó de ser “a las cinco se le cae el boli”, para transformarse en “este se cree que va a heredar la empresa”. Se empezó a fraguar un cambio de paradigma.
Pero la realidad laboral no se adaptó. Esta también sufrió cambios importantes durante la pandemia. En los primeros meses, se produjo un aumento exponencial de las comunicaciones digitales: Zoom y Slack se convirtieron en el salvavidas al que agarrarse en medio de un tsunami laboral. Su uso aumentó un 350 y un 400% respectivamente. Vías de comunicación más informales como WhatsApp se normalizaron para tratar temas laborales. Y así, el trabajo se empezó a filtrar en el hogar y la vida privada. La tecnología ayudó a difuminar las fronteras entre ambos mundos.
Tras la pandemia, los trabajadores volvieron a las oficinas físicas, pero la cantidad de comunicación digital permaneció estable. Según un informe de Microsoft, el tiempo dedicado a reuniones en línea ha aumentado más de 350% entre febrero de 2020 y 2022. Los usuarios de su paquete ofimático dedican ahora cerca del 60% de su tiempo a utilizar herramientas de comunicación digital —correo electrónico, chat y videoconferencia—, y el 40% restante a programas de creación, como Word, Excel y PowerPoint. Uno de cada cuatro trabajadores dedica nueve horas a la semana solo al correo electrónico. Casi dos de cada tres personas (el 64%) afirman tener dificultades para sacar el tiempo y la energía necesarios para realizar su trabajo, siempre según este informe.
El problema de esta nueva realidad es que la investigación relaciona el aumento de la comunicación digital con la disminución de la satisfacción. Y esto se refleja en los números. El último informe de la consultora Gallup sobre el empleo, publicado en 2023, arrojó datos históricos: el 44% de los trabajadores se sentían estresados. Las cifras son inéditas y no solo se explican por el mayor uso del email. Para Yolanda García Rodríguez, profesora del departamento de Psicología Social, del Trabajo y Diferencial de la Universidad Complutense de Madrid, “las exigencias laborales ahora son mayores. La complejidad de las tareas es mayor, la cualificación exigida en los puestos de trabajo va en aumento. Se exigen toma de decisiones muy rápidas, una adaptación continua y rápida a las nuevas tecnologías y una mayor competencia y productividad.”
Por otro lado, las sucesivas crisis, lo inestable del trabajo y la precarización han terminado de crear un ambiente inestable que ha ayudado a cambiar la mentalidad del trabajador y su relación con la empresa. “Se frustran las expectativas laborales de los trabajadores y su nivel de autoestima laboral. Aparecen síndromes como el del impostor y aumenta la probabilidad de desgaste emocional o síndrome del trabajador quemado”, explica la experta. Los trabajos ya no son lo que eran, así que nuestra relación con ellos, tampoco.
Para retener al trabajador, en los últimos años se ha optado por crear una épica de lo laboral, una nueva narrativa que ve el trabajo no solo como una forma de ganar dinero, sino de ganar estatus. “De repente, los trabajos son apasionantes, nos definen, cumplen nuestros sueños”, señala Juan Evaristo Valls Boix, profesor de Filosofía de la Cultura en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro Metafísica de la pereza. “Surgen todas estas prácticas de teambuilding, el mantra de que en este trabajo somos como una familia”, añade. Y así, en nuestra vida privada, empezamos a imitar la mentalidad empresarial.
Cuando el ocio también cansa
El gran agotamiento parte del trabajo, pero lo trasciende. Términos como el burnout, asociados al entorno laboral, se han empezado a aplicar en los últimos años a la crianza. El 66% de los padres trabajadores cumple con los criterios para encajar en este perfil, según un informe de la Universidad de Ohio. El agotamiento empieza a salpicar a otras esferas sociales como el ocio, relegado a un espacio mínimo en medio de una rutina que coloniza el calendario. Hay que planificar agendas con los amigos con semanas de antelación, todo el mundo está agotado y nadie tiene tiempo.
Valls Boix asegura que esto se debe a que “la lógica capitalista del trabajo, es decir, de la inversión y del beneficio, está expandiéndose y va saturando otras esferas de la vida”. El filósofo cree que nos hemos convertido en pequeños empresarios de nuestro tiempo libre. Hay un culto a la productividad que se inicia en la oficina, pero permea en nuestra vida privada. “Se ha generado una suerte de solapamiento entre la lógica del trabajo y el espacio afectivo y las emociones”, explica. Los amigos se ven como capital social, las citas, como entrevistas de trabajo, con aplicaciones para ligar que funcionan como castings y redes sociales que nos empujan a crear contenido para aumentar la marca personal.
El ocio ya no consiste en no hacer nada, sino en llenar nuestro escaso tiempo libre de experiencias: leer los libros que hay que leer, ver las series que están en la conversación, ir a la fiesta de moda o probar el último restaurante viral, si consigues reservar. “Esta es la parte más perversa”, opina Valls Boix. “No estamos trabajando, pero seguimos con la dinámica laboral”. De esta forma se crea una sociedad del estrés, en la que, incluso el ocio ha dejado de ser un espacio de relajación y desconexión. Las series y los audios de WhatsApp se reproducen a velocidad 2x, las aficiones se monetizan y surgen síndromes como el FOMO (miedo a perderse algo por sus siglas en inglés). Se empieza a dar forma a una cultura que glorifica estar siempre ocupado (hustle culture, en la denominación académica anglosajona). “Vivimos en una excitación constante, sobreestimulados, y eso puede ser frustrante y agotador”, resume Valls Boix.
De este modo, puede que la sensación de agotamiento no provenga solo de nuestro trabajo sino de nuestro ocio. Según un reciente informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) el número de horas trabajadas ha caído un 3,8% respecto a 2008. La OCDE también ha señalado en distintos informes que, en las últimas décadas, las horas efectivas de trabajo han descendido de forma gradual. En España, el Banco de España y la Fundación de Estudios de Economía Aplicada, Fedea, han llegado a conclusiones similares. Esta tendencia, concluyen desde el FMI, “no es cíclica, sino estructural” y “parece improbable” que se revierta próximamente.
Trabajamos menos, pero estamos más cansados. Esta aparente paradoja ha despertado el interés de expertos y psicólogos sociales, quienes exploran las dinámicas que influyen en nuestra percepción del tiempo. Hal E. Hershfield es uno de ellos. Este profesor de Marketing y Toma de Decisiones Conductuales en la Universidad de California, autor del ensayo Your Future Self (de próxima publicación en España) cree que el problema no está tanto en la cantidad sino en la calidad. “En realidad, creo que tenemos mucho más tiempo. Pero, ¿en qué lo empleamos? Si lo pasamos en el teléfono, viendo la tele o haciendo cosas sin sentido ni propósito, no veo en qué nos va a beneficiar”.
Para indagar en esta idea, Hershfield realizó un macroestudio con los datos de 35.000 personas. En él se analizaba si había una relación directa entre la cantidad de tiempo libre y su bienestar subjetivo. El experto y sus colegas comprobaron que tener poco tiempo libre conlleva un aumento del estrés y el malestar. No fue una gran sorpresa. Más llamativo fue constatar que tener demasiado, tampoco es positivo. Hay un punto exacto de tiempo libre, en torno a las cinco horas diarias, a partir del cual, el malestar comienza a aumentar. Aunque ese malestar volvía a reducirse si el tiempo libre se llenaba de actividades sociales.
En el clásico ensayo de 1930 Posibilidades económicas de nuestros nietos, John Keynes pronosticaba un siglo XXI con una semana laboral de 15 horas. Parece que el economista erró el tiro, pero en ese texto escribía una reflexión que puede aplicarse al contexto actual. “No hay país ni pueblo que pueda esperar la era del ocio y la abundancia sin temor. Porque hemos sido entrenados demasiado tiempo para esforzarnos y no para disfrutar”. Esta idea, expresada hace casi un siglo, puede estar en la base de lo que se ha venido a llamar el gran agotamiento. El trabajo sigue estando en el centro de la sociedad, de las conversaciones, de las ciudades. Y a pesar de que muchas personas se hayan replanteado su relación con el mismo, las dinámicas laborales han impregnado todos los rincones de nuestra vida. Los avances tecnológicos han ayudado a agilizar el trabajo y deslocalizarlo, pero están difuminando los límites entre lo laboral y lo personal, creando un estado perpetuo de conectividad. Esto puede ser estimulante. Pero también resulta agotador.
LA PROFESIÓN
Me encontré ayer en el supermercado a mi amigo A, por sorpresa, de hecho me dio un susto al cogerme por el brazo mientras yo andaba absorto en no-sé-qué.
¿Cómo te va? ¡Cuánto tiempo! bla bla bla. Un placer volver a verlo, un placer volver a verte. Nos emplazamos para un próximo almuerzo; deberé encontrar hueco entre tanto trasiego, no de vino sino de vida.
Él aparejador, yo arquitecto, terminamos ¡cómo no! despotricando del devenir de nuestras respectivas profesiones, que si no son la misma sí andan de la mano desde siempre. Todo es burocracia, dichosa y maldita burocracia, papeleo sin fin, así han terminado las cosas. Atrás quedaron esos tiempos cuando un cliente se sentaba con nosotros en la gran mesa de juntas con aquellas preciosas sillas azules, exponía lo que quería y nosotros, después de echarle un ojo a la normativa, nos poníamos a trabajar de principio a fin hasta enviar los planos a la copistería. ahora todo esto es, simplemente, imposible. Para empezar a dibujar una simple raya debemos entrevistarnos con el técnico de turno en la oficina técnica o gerencia de urbanismo que toque y rezar para que él o ella, ella o él, sean receptivos, asertivos, empáticos, preparados, amables... (y lo dice un arquitecto municipal que conoce ambas orillas ya como la palma de su mano, mal que me pese). Una vez cruzado el Rubicón, entendida la normativa, empieza lo complicado, encajar las piezas del puzzle -ya te habrás dado cuenta que no encajan todas, siempre sobra alguna como los tornillos al montar ese mueble de IKEA-.
Al final del túnel, que ni es el final ni se ve la luz -puro espejismo- da comienzo el periplo de llegar a Ítaca; perdón, que despiste, hablaba del periplo de obtener la licencia de obra. Ulises podría hablar de esto, él conoce bien el viaje.
Ignoro si es así en otros países, aunque no lo creo. No hay democracia sin burocracia, dicen, y es cierto, pero la burocracia mal entendida es la muerte, lo peor, y un mediocre con poder para mangonearla, sin comentarios.
lunes, 27 de mayo de 2024
DIES IRAE
¡Qué sensación esa tan agradable la de llegar al trabajo y sentir la bilis en tu boca!
Varias notas requiriéndome informar 7 expedientes urgentísimos y el recordatorio de una cita mañanera para hablar de un tema sobre el que una compañera ya lo hizo, boicoteándome de antemano y jaleada después por otra. Y eso que sólo he empezado a leer el correo pendiente desde el viernes, desde el viernes, sí. Un fin de semana que da para mucho, para todo, ya ven.
Om.
Tengo ya la cabeza orientada al concierto de este fin de semana en el Auditorio Alfredo Kraus de Las Palmas: Carmina Burana; antes, una tarde de amigos. Todo esto en mi pantalla de la izquierda, lo demás a la de la derecha, que únicamente enciendo cuando es estrictamente necesario (bueno, eso intento).
♫
Requiem de Verdi, *Dies Irae.
domingo, 26 de mayo de 2024
ARQVA
Unos días para desconectar en Cartagena, familia, paseos y una triste noticia, con calor veraniego que se nos echaba encima y poco tiempo para ver o hacer cosas. Visitamos el Museo Arqueológico Subacuático ARQVA, emplazado en un estupendo e interesante edificio del arquitecto Guillermo Vázquez Consuegra pero que defrauda un poco porque la cantidad de lo expuesto, que no la calidad, es bastante pobre, y más cuando hablamos de España. El recorrido se hace corto, aunque interesante, hasta salir al gran espacio abierto en el Puerto de Cartagena, junto al Auditorio El Batel y frente al muelle deportivo y la Muralla Púnica que nos observa desde el otro lado.
Para un canario el mar es tan importante que en Cartagena uno se siente como en casa.
Pertrechados con unas cuantas plantas que ya forman parte de la jardinera hacia la calle de Nueva Villa Augusta, que esperamos se aclimaten sin problemas, regresamos a las islas para empezar esta nueva semana que nos espera y que nos trae junio, el verano, las vacaciones para muchos y, para los que no, menos gente en la oficina por las mismas causas.
"Junio al principio lluvioso, anuncia verano caluroso".